La ciudad lírica
Hay una ciudad: la ciudad habitual, que transitamos todos los días, y que no nos dice absolutamente nada. Carece de fantasía, mística, conversación y encuentro.
Se precisa migrar de la ciudad habitual a la ciudad lírica, que no siendo distinta de la primera, es completamente paralela y alógena.
¿Está ubicada la ciudad lírica sobre, debajo, adentro, o en los intersticios de la ciudad habitual?
Lo único que sabemos es que está llena de expresión y significado genésico, ungida de sentido comulgante, en estado permanente de creatividad y manifestación carnavalesca. En la costra de un muro derruido, en el gesto súbito de un lustrador, en los mil parpadeos luminosos de un centro comercial, de golpe se abre un espacio de discernimiento, una aporía sin centro, un encuentro o interregno fabuloso entre lo cifrado y lo descifrado, entre lo monolítico y subjetivo.
Es la revelación–zanate. La inspiración–poste. La teofanía–vendedor–de tarjetas–prepago.
Este lenguaje de la ciudad lírica no requiere necesariamente de palabras. Es la suya una poesía transverbal, numinosa e inmediata.
La ciudad lírica no tiene por qué ser amigable o enemiga, beata o marginal. No depende de la limpieza o suciedad para existir. No debe ser tediosa o maldita. No se ve afectada por la delincuencia o el ornato. No depende de lo moral y lo inmoral, lo sencillo o lo opulento.
¿Cómo entra uno a la ciudad lírica? Abriendo el ojo poético, pero es imposible saber si este acto poderoso es un gesto migratorio de la voluntad y el esfuerzo o el aprendizaje, o bien un instante sin tiempo de la gracia insolicitada, o si se trata de un accidente puramente neurológico, o una clase de mutación debido al smog urbano o la paranoia crónica.
Como sea, aquél que haya conseguido acceso a la ciudad lírica, puede considerarse el más afortunado de los seres.
(Columna publicada el 31 de marzo de 2011.)
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