El ojo en la pantalla (y 3)
En ciertos casos, la mejor relación con la tecnología es aquella que no se da. Cuando la toxicidad tecnológica –llamémosle tecnotoxicidad, tecnoalergia– ha alcanzado grados ambiguos, se precisa de un cierto grado de renuncia en el sentido ya casi abacial del término. Esto supone crear espacios libres de tecnología como hoy los hay libres del cigarro. Una nueva forma de activismo que promueva enfoques de abstinencia si ello resultase necesario (y lo es: tantos casos perdidos, absorbidos como autistas por los pixeles en fuga). Por lo menos, crear escenarios de sobriedad consistentes, y una especie de dieta tecnológica: poner límites. Decisión radical en pos del bienestar y de la regeneración de la presencia, que nuestras computadoras y pantallas nos han quitado.
Todo ello sin crear una nostalgia o una modalidad de hipismo pretecnológico. No es cuestión de evadir las responsabilidades de nuestra ya adquirida naturaleza androidal. A lo que se apunta es a generar comunidades conscientes de usuarios. En esta dirección –la de asumir una relación despierta con la tecnología– la conferencia Wisdom 2.0 ha dado un salto fulminante. Inició hace aproximadamente un año en Sillicon Valley, con “líderes de la tecnologia, maestros zen, neurocientíficos, y académicos para explorar cómo podemos vivir con significado y sabiduría más profundos en este rica era tecnológica”. Se agrega, en el sitio web, que el reto consiste en vivir conectados de formas que promuevan nuestro bienestar, que sean efectivos en nuestro trabajo, y útiles al mundo. A finales de este mes se celebra una nueva edición de la conferencia.
Como yo lo veo, no hay por qué darle todo nuestro poder al ojo en la pantalla. No debemos olvidar al fin ese –otro– ojo que existe conciencia adentro, y de donde todo –es decir: satélites, mensajes de texto, consolas pórtatiles, smartphones, energía fotovoltaica, servicios de GPS, streaming, metaversos, y lo que ustedes quieran– ha emanado.
(Columna publicada el 10 de febrero de 2011.)
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