El ojo en la pantalla (2)
El reto de alinearse a la tecnología no fue necesariamente fácil: nos tocó parir lo mismo el mapa que el territorio. Una dificultad que ya los seres humanos en adelante no tendrán que sentir, porque otros lo hicieron crísticamente por ellos. Ese ritmo y fluidez digital en el cuál hoy funcionan fue posible gracias a enormes pudores. Si alguna vez llegamos a esa famosa singularidad de la cuál hablan –cada vez con más autoridad– los futurólogos será por vía de aquellos que murieron en el campo de batalla de la tecnología.
Dicho esto, el hecho de que ya hoy la tecnología sea un commodity plenamente manifestado, hiperdoméstico, no supone que la guerra haya terminado. Si lo vemos desde otra perspectiva, el drama apenas empieza. Y dos de sus síntomas más evidentes –lejanos el uno del otro pero a la vez complementarios– son la dispersión y el hiperenfoque: dos patologías de la atención. La dispersión, que nos atomiza hacia diez mil lugares y tiempos distintos, sin ninguna claridad ni eficacia narrativa. El hiperenfoque, que nos obliga a renunciar al mundo panorámicamente organizado en pos de una configuración estrecha –mi hijo llora, pero yo estoy bajando una nueva aplicación a mi IPhone, que así pasa a ser más importante que mi hijo y el universo circundante–. Hipnotizados por el ojo en la pantalla.
En el final de La Red Social –la película de Fincher– vemos a un Mark Zuckerberg –interpretado por Jesse Eisenberg– refrescando obsesivamente su página de facebook. Es un momento peripatético y brillante. Y algo que a todos nos ocurre por igual. No sería mala idea empezar a revisar nuestra relación con la tecnología, antes que empecemos a perder trabajos y relaciones, si no ha pasado aún. Al principio, decíamos un poco bromeando que éramos adictos a tantos gadgets; ahora, de pronto, la broma resulta menos divertida: la distancia que separa a un usuario de Black Berry de un consumidor de oxi o un adicto a las prostitutas es progresivamente menos evidente.
(Columna publicada el 3 de febrero de 2011.)
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