La mancha negra
Lo nuevo no pasa, o pasa de largo, o pasa que se mezcla con lo viejo, haciéndose viejo también. Con la política lo mismo. Vemos auroleados de maquillaje preelectoral los mismos rostros y partidos y grupos de poder como en un ensayo interminable de una ópera muy mala. Huelen a demagogia y anticipación, a lloriqueo y connivencia, a politiqueo asesorado y difamación in vitro. Padrotes de padrón vigilando la misma esquina sempiterna. Lo supuestamente inédito es que ya ocurrió diez mil veces. Y cuando de veras es original, simplemente se escurre entre las grietas. Las iniciativas más frescas nunca pueden acercarse a la portería. Hay un foso de legañas que les impide cada vez el paso, y por tanto ni lo comunal ni lo descomunal echan jamás raíz. A veces lo que vemos son iniciativas más novicias pero desde viejos frentes oxidados: otras caras, pero la misma genética: otro hardware, pero el mismo software tóxico. Entonces lo actual ya nace viciado. Es el síndrome DPI. Me explico: el DPI debió servir, pudo servir, como una coordenada de confianza para la transición política, una especie de amuleto de protección electoral, el boleto Wonka a la decencia ciudadana, el Yo Soy irreductible en el universo de la gobernabilidad, el salvoconducto a la hominización de nuestras oscuras pulsiones de poder, la carta de identidad de nuestras esperanzas de cambio, el rito de pasaje del infantilismo a la madurez pública, la garantía, por fin, de que estas votaciones venideras no serían crapulosas. Entre otras cosas. Y en lugar de todo eso, rápidamente se convirtió en la mancha negra del ciego Pew, el mensaje más irrevocable de los piratas. En cierta manera, estas elecciones aún sin haberse consumado ya tienen algo de arruinadas. Hay tantas formas de que las cosas no cambien. En la calle, al lado del hombre que yace baleado en la banqueta, hay un chucho sarnoso que se está comiendo la cola.
(Columna publicada el 4 de noviembre de 2010.)
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