Hormigas
Hormigas por doquier en la cocina, a paso firme y misionario. Son batallones. Salen de los interruptores, de por debajo de la encimera, de los lugares más insospechados. Y pequeñas, pequeñitas; más pequeñas que las que uno ve por lo regular. Todo se lo hartan: los chocokrispis, la comida de la gata, el ragú, la dona.
Mi voto, naturalmente, consiste en no matarlas. Lo mágico es no matar a ningún animal en general, siguiendo el concepto de “la igualdad de todo lo que vive”.
¿En qué medida mi cocina es más mía que de ellas, las hormigas? Sólo en la medida en que yo soy más grande y que puedo aplastarlas o gasearlas como en un campo de la muerte. La propiedad privada es siempre un acto inelegante de agresión. Y matar a una hormiga un gesto de tremenda cobardía.
Hay personas pretendidamente espirituales que no tienen reparos en contribuir a magnificar una cultura –la del fiambre, por ejemplo– que asesina a millones de seres. Allí los tienen hartándose a pollos y vacas y coches, como coches. Y hasta le piden a Dios que les bendiga el plato. Lo mismo que degollar palomas en el templo aquél de los mercaderes.
Yo digo: si las hormigas tienen hambre, que coman. El problema es que hay que lavar los platos sucios, limpiar la cocina. Y resulta muy difícil hacerlo sin llevarse a unas cuántas. Cuando tratas de sacarlas con el dedo las terminas destrozando. Es un arte eso de remover las hormigas de una superficie: siendo la mejor forma soplarlas. Salvar a una hormiga es lo más sutil que existe y el aire lo único que toleran sus brevísimos organismos. Pero aún con tantos cuidados, siempre terminas liquidando a varias, desmoralizante. Las hay tan metidas en el plato con miel y yogur que han quedado entrampadas… Al final, la mejor forma de evitar estas situaciones es mantener la cocina quirúrgicamente limpia.
En la vida lo más importante son las hormigas y nosotros, las hormigas.
(Columna publicada el 11 de noviembre de 2010.)
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