Supernovas
Pobres los Mels del mundo. No es que sean más prejuiciosos que el resto, vamos, es sólo que sobre ellos hay una lupa gigantesca que tiene la propiedad operativa de agigantar sus acciones a la n potencia. Si espiásemos a la mayoría de los humanos del mundo cuando discuten con alguien por celular, uff… Si los juzgásemos con la misma helada severidad con que hemos juzgado a Mel Gibson, a quien presentaron prácticamente como un miembro del Klan… tendríamos que achicharrar a la mitad de la población en la silla eléctrica... Todos decimos muladas en una pelea con la pareja. Ya no digamos cuando estamos borrachos. Está clarísimo que Gibson no es el mejor representante de la madurez y la sabiduría relacionales, pero no veo por qué tendría que serlo más que cualquier hijo del vecino. Naturalmente, si abusó de su esposa entonces que pague por ello, que pague grueso. No hay nada más despreciable que un cerote le ponga la mano encima a una mujer. Pero para eso está la ley, para poner los límites que se precisan. El problema es cuando los medios se erigen como acreedores kármicos y repartidores de justicia infinita. Los medios son como un grupo de adolescentes borrachos atropellando a quien se les venga en gana en grandes hummers en la noche oscura. Linchadores a sueldo. El star system de los gringos ya no es el de antes, cuando los artistas servían de zanahorias a la masas; ahora es peor: es ponerlos en la cima para luego destazarlos a gusto. Hemos migrado, pues, de la cultura de las superestrellas a la más cruel cultura de las supernovas. La emoción de un colapso estelar en horario estelar, de Jackson a Lohan. Para mientras, Hollywood ya ha cerrado sus puertas edénicas a Mel Gibson, con la misma arrogancia con que los food courts botan comida en buen estado al basurero. Es un acto de tremenda ingratitud hacia alguien que a lo mejor no es uno de los hermanos Coen –no tan judío, no tan genio– pero nos ha dado de todas maneras alguna dosis de talento.
(Columna publicada el 22 de julio de 2010.)
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