La matarraya (2)
Pero ya me decía alguien la otra vez que no es matarraya, es atarraya. Es posible que algún lector notase el error en la columna de la semana pasada; a lo mejor dejó comentario.
Pero no sabría decirlo, porque de un tiempo hacia acá he dejado de leer los comentarios que algunos entregados lectores dejan a la cola de mis columnas, en la web. Lo cuál me da una enorme paz y felicidad. Muchas veces, el lector escribe al columnista, con el objetivo de apoyarlo o devaluarlo oficialmente. Por supuesto, ni los elogios ni los disentimientos de los lectores sirven al escritor de columnas.
Neruda en sus memorias decía que él no respondía las agresiones literarias. No hay que responderlas; de hecho, ni siquiera hay que leerlas.
A veces estas agresiones toman forma de calumnia. Algunas personas no se limitar a dar una opinión sobre el texto, opinan directamente sobre el escritor. Y se vale; lo que no se vale es que digan cosas que no son ciertas.
Tampoco sirve de nada leer a los que elogian: termina uno escribiendo para ellos. El fan se vuelve una especie de presencia que tamiza inconscientemente todos los impulsos creativos del escritor: se pierde la autenticidad.
En general, creo que el diálogo está sobrevaluado. El 94% de lo que llamamos diálogo no es otra cosa que dos monólogos, dos demagogias socializando. Vivimos en el pornouniverso del criterio. En efecto, la opinión es una variante de la pornografía y produce un morbo inmenso. Pero como se supone que el intercambio de opiniones es un valor democrático, entonces todo ese morbo queda legitimado en el proscenio público. Todo el mundo quiere estilar: entre tantos estilos, una gran flor de tedio nace.
Así como la semana pasada decía yo que es sano que el columnista no se tome tan en serio lo que escribe, yo le recomendaría al lector que no se tome tan en serio lo que lee. No vaya a ser que le den matarraya por atarraya.
(Columna publicada el 6 de mayo de 2010.)
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