Teatros
Me gustan los teatros con mística de abandono. Son conventos de humedades. Recuerdo cuando iba a La Cúpula, hace ya algunos años, a ver licas de autor, y lo que me encantaba era el olor a encerrado que allí había. Era como estar en un no–lugar.
Pero viéndolo bien, todo teatro –abandonado o no– es una especie de no–lugar. Algo así como los cajeros automáticos, hechos para un evento electivo y culminante –el ritual eucarístico de sacar dinero– y nada más. Nadie puede quedarse en un cajero automático por más de cierto tiempo.
En el caso de un teatro, hay un surgimiento o arrebato –el monólogo sublime de un primer actor, la nota triste de un violín, la presencia ultrakitsh de una reina de belleza– que coloca al espectador en estado de suspensión. Pero el espectador no puede quedarse a vivir en ese paroxismo por toda la eternidad; eventualmente, debe salir de allí: salir del teatro. Es cuando el teatro vuelve a su silencio inhabitable. O habitable, únicamente, por un fantasma.
En los teatros, o bien ocurren cosas escenificadas, artísticas, notables, o bien no ocurre nada, es decir: la nada ocurre. Pero la nada, como sabemos, es en sí misma un acontecimiento potente, exquisito, y fuera de lo ordinario.
Desde tal punto de vista, los teatros –estén llenos o vacíos– son los guardianes de lo fantástico (¿recuerdan aquel cuento de Cortázar, Las ménades?). Inclusive el aburrimiento –y todos nos hemos aburrido mortalmente en un teatro, por ejemplo en medio de una ópera interminable– toma un rasgo peculiar, especialmente claustrofóbico, penetrante.
Por supuesto, siempre hay programas que quieren hacer de los teatros lugares taxidérmicos, seguros y recreacionales, y ello liquida grandemente la dimensión onírica y ritual de los mismos. Todo teatro al servicio de la imaginación burguesa –ya sin visceras– jamás responde a la esencia de lo que es un teatro. Mejor sería abandonarlo, y que las humedades lo vayan sanando de nuevo.
(Columna publicada el 4 de marzo de 2010.)
Pero viéndolo bien, todo teatro –abandonado o no– es una especie de no–lugar. Algo así como los cajeros automáticos, hechos para un evento electivo y culminante –el ritual eucarístico de sacar dinero– y nada más. Nadie puede quedarse en un cajero automático por más de cierto tiempo.
En el caso de un teatro, hay un surgimiento o arrebato –el monólogo sublime de un primer actor, la nota triste de un violín, la presencia ultrakitsh de una reina de belleza– que coloca al espectador en estado de suspensión. Pero el espectador no puede quedarse a vivir en ese paroxismo por toda la eternidad; eventualmente, debe salir de allí: salir del teatro. Es cuando el teatro vuelve a su silencio inhabitable. O habitable, únicamente, por un fantasma.
En los teatros, o bien ocurren cosas escenificadas, artísticas, notables, o bien no ocurre nada, es decir: la nada ocurre. Pero la nada, como sabemos, es en sí misma un acontecimiento potente, exquisito, y fuera de lo ordinario.
Desde tal punto de vista, los teatros –estén llenos o vacíos– son los guardianes de lo fantástico (¿recuerdan aquel cuento de Cortázar, Las ménades?). Inclusive el aburrimiento –y todos nos hemos aburrido mortalmente en un teatro, por ejemplo en medio de una ópera interminable– toma un rasgo peculiar, especialmente claustrofóbico, penetrante.
Por supuesto, siempre hay programas que quieren hacer de los teatros lugares taxidérmicos, seguros y recreacionales, y ello liquida grandemente la dimensión onírica y ritual de los mismos. Todo teatro al servicio de la imaginación burguesa –ya sin visceras– jamás responde a la esencia de lo que es un teatro. Mejor sería abandonarlo, y que las humedades lo vayan sanando de nuevo.
(Columna publicada el 4 de marzo de 2010.)
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