Espejos negros
¿Es que sirvió de algo la ley de chalecos y cascos para motoristas? Una cejuda inversión de dinero, energía y tiempo ciudadanos, con resultados más bien inevidentes.
Si queremos importar iniciativas de nuestros vecinos suramericanos, a lo mejor deberíamos importar las que mejor funcionan. Por ejemplo, deberíamos reglamentar el uso de vidrios polarizados.
El polarizado, además de entorpecer la visibilidad vial, promueve la impunidad y criminaliza el ambiente. Los peores sujetos recorren la ciudad sin ser vistos.
Un problema con eso de polarizar los vidrios es que se trata de una costumbre tan popular en las clases media y alta. En la primera, un tic estético imparable. En la otra, una manera de perpetuar en el auto mismo la ilusión del ‘gated community’.
La clase media argumentaría, ante una ley antipolarizado, que es su derecho a decorar su automóvil como se le de la gana. La clase alta, que la seguridad pública es de primero privada.
A los estetas del polarizado, hay que invitarlos a que sacrifiquen sus pequeñas tozudas predilecciones ornamentales por un bien francamente mayor. Y hacerles ver que la transparencia no puede quedarse en mera abstracción: su dimensión literal también importa.
A los anacoretas con billete, habría que decirles que el polarizado, en lugar de protegerlos, sólo refuerza la atmósfera oscura que pretenden abolir. Por demás, no se trata sólo de combatir a los agentes del daño sino también de destruir el efecto psicourbano que vamos creando a fuerza de miedo.
Muy pronto en este juego de espejos negros terminamos desconfiando inclusive de nosotros mismos. Y más que ser rehenes de los criminales, seremos –somos ya– rehenes de nuestros propios terrores. Es lo que pasa cuando uno deja de dar la cara: uno se vuelve un cobarde. Y no hay nada más vulnerable en esta vida que un cobarde.
(Columna publicada el 18 de marzo de 2010.)
Si queremos importar iniciativas de nuestros vecinos suramericanos, a lo mejor deberíamos importar las que mejor funcionan. Por ejemplo, deberíamos reglamentar el uso de vidrios polarizados.
El polarizado, además de entorpecer la visibilidad vial, promueve la impunidad y criminaliza el ambiente. Los peores sujetos recorren la ciudad sin ser vistos.
Un problema con eso de polarizar los vidrios es que se trata de una costumbre tan popular en las clases media y alta. En la primera, un tic estético imparable. En la otra, una manera de perpetuar en el auto mismo la ilusión del ‘gated community’.
La clase media argumentaría, ante una ley antipolarizado, que es su derecho a decorar su automóvil como se le de la gana. La clase alta, que la seguridad pública es de primero privada.
A los estetas del polarizado, hay que invitarlos a que sacrifiquen sus pequeñas tozudas predilecciones ornamentales por un bien francamente mayor. Y hacerles ver que la transparencia no puede quedarse en mera abstracción: su dimensión literal también importa.
A los anacoretas con billete, habría que decirles que el polarizado, en lugar de protegerlos, sólo refuerza la atmósfera oscura que pretenden abolir. Por demás, no se trata sólo de combatir a los agentes del daño sino también de destruir el efecto psicourbano que vamos creando a fuerza de miedo.
Muy pronto en este juego de espejos negros terminamos desconfiando inclusive de nosotros mismos. Y más que ser rehenes de los criminales, seremos –somos ya– rehenes de nuestros propios terrores. Es lo que pasa cuando uno deja de dar la cara: uno se vuelve un cobarde. Y no hay nada más vulnerable en esta vida que un cobarde.
(Columna publicada el 18 de marzo de 2010.)
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