Polvo de huesos
Es una de esas frases heráldicas que me acompañan desde siempre, y aún estando conmigo durante múltiples años, nunca ha perdido su filo. Y es:
“Un recién nacido ya es suficientemente viejo para morir”.
O sea que todo bebé, aunque envuelto en novedad, ya por dentro está todo arrugado por la posibilidad de la muerte. Ya está listo para no ser. Visto de una especial manera, ya es un anciano.
La psicología pop nos habla y rehabla del niño interior: esa dimensión de nuestra experiencia psicológica vulnerable, inocente, vibrante, qué se yo. Pero en cambio rara vez nos habla del anciano interior.
Cada uno de nosotros cuenta con uno de ésos, con un anciano interior. Un viejo que va remando inútilmente por los ríos alterados de sus nervios amarillos. A veces, inclusive el gesto solo de alcanzar el control remoto le resulta doloroso y fatigante. Su pellejo es como la página decrépita de un maltratado incunable. Sus uñas expelen toda clase de olores funerarios. De su estómago biográfico cuelgan enracimados los cánceres, las embolias, los alzheimers. Tienen algo de momia arropada en largas vergüenzas. A veces, recuerda con amargura una canción que nadie ha escuchado desde el paleolítico inferior. Si algún prestigio tuvo, ya el olvido se encargó de pillarlo y saquearlo. Procura no estorbar. Pero, naturalmente, estorba. Y, naturalmente, está solo. Y no sabe distinguir entre el azúcar del café y el polvo fino de sus propios huesos.
Al anciano interior uno tiende a meterlo en un geriátrico de mala muerte ubicado en la zona más apartada del alma. Se hace lo que sea, con tal de no ver al viejo. Y nadie nunca toma la tarde para ir a visitarlo, ni le pone música, ni lo tapa con la chamarrita. Un acto de ingratitud, porque cuando seamos ancianos de verdad y estemos a punto de colgar los tennis, él será el último en acompañarnos, y nos dirá muy suave, al oído: te lo dije, te lo dije…
(Columna publicada el 25 de marzo de 2010.)
“Un recién nacido ya es suficientemente viejo para morir”.
O sea que todo bebé, aunque envuelto en novedad, ya por dentro está todo arrugado por la posibilidad de la muerte. Ya está listo para no ser. Visto de una especial manera, ya es un anciano.
La psicología pop nos habla y rehabla del niño interior: esa dimensión de nuestra experiencia psicológica vulnerable, inocente, vibrante, qué se yo. Pero en cambio rara vez nos habla del anciano interior.
Cada uno de nosotros cuenta con uno de ésos, con un anciano interior. Un viejo que va remando inútilmente por los ríos alterados de sus nervios amarillos. A veces, inclusive el gesto solo de alcanzar el control remoto le resulta doloroso y fatigante. Su pellejo es como la página decrépita de un maltratado incunable. Sus uñas expelen toda clase de olores funerarios. De su estómago biográfico cuelgan enracimados los cánceres, las embolias, los alzheimers. Tienen algo de momia arropada en largas vergüenzas. A veces, recuerda con amargura una canción que nadie ha escuchado desde el paleolítico inferior. Si algún prestigio tuvo, ya el olvido se encargó de pillarlo y saquearlo. Procura no estorbar. Pero, naturalmente, estorba. Y, naturalmente, está solo. Y no sabe distinguir entre el azúcar del café y el polvo fino de sus propios huesos.
Al anciano interior uno tiende a meterlo en un geriátrico de mala muerte ubicado en la zona más apartada del alma. Se hace lo que sea, con tal de no ver al viejo. Y nadie nunca toma la tarde para ir a visitarlo, ni le pone música, ni lo tapa con la chamarrita. Un acto de ingratitud, porque cuando seamos ancianos de verdad y estemos a punto de colgar los tennis, él será el último en acompañarnos, y nos dirá muy suave, al oído: te lo dije, te lo dije…
(Columna publicada el 25 de marzo de 2010.)
1 comentario:
Muy bueno.
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