El freelance
Ninguna clase de título académico cuelga de las paredes del exitoso bufete que no tengo. No hay universidad que me acredite como alguien viable para resolver excitantes dilemas en el terreno de las úlceras pépticas. Es evidente que no sabría hacer un plan de marketing para una compañía telefónica, y jamás he leído la obra de Toynbee, ni puedo catalogar coleópteros o diseñar estructuras fractales, y mi experiencia como actor es lamentable. Cuando otros estudiaban para ser arquitectos, yo espiaba supernovas a través del humo de los cigarros de la madrugada. Y escribía poemas. Es decir que yo era un vago, pues.
Sería deshonesto decir que sigo siendo un vago, pero para no desacreditar una identidad que me tomó demasiados años elaborar, diré que soy algo que se le parece bastante: un redactor freelance. Se puede decir que un freelance es algo así como un vago funcional. El freelance es dueño de sí mismo. Si trabaja en casa, se podrá rascar a gusto los huevos sin que alguna colega adyacente de módulo –la famosa colega modular– se indigne y ponga queja. Trabaja a la hora que le plazca y parte a Monterrico cuando le da la gana. Pone un viejo álbum de los Stooges a full volumen sin temor a represalias por parte del criterio colectivo. Lo apadrina un cierto espíritu de trovador errante, que canta canciones de libertad en los caminos autrótofos de los servicios independientes.
No todo es glamour. A veces pasan las semanas, y no cae ningún brete. De allí que el freelancer no siempre esté en condiciones de escoger sus trabajos, contrariamente a lo que dice el mito. De hecho, a veces se ve obligado a realizar los encargos más ingratos por una paga que no cabe calificar sino de asquerosa. Y además sin IGSS o Bono 14, ni cheque inequívoco al final de mes. Pero hay de todos modos en toda esa incertidumbre un cierto pequeño heroísmo antisistema, una minúscula pero digna autonomía periférica, que me atrevo a elogiar.
(Columna publicada el 14 de enero de 2010.)
Sería deshonesto decir que sigo siendo un vago, pero para no desacreditar una identidad que me tomó demasiados años elaborar, diré que soy algo que se le parece bastante: un redactor freelance. Se puede decir que un freelance es algo así como un vago funcional. El freelance es dueño de sí mismo. Si trabaja en casa, se podrá rascar a gusto los huevos sin que alguna colega adyacente de módulo –la famosa colega modular– se indigne y ponga queja. Trabaja a la hora que le plazca y parte a Monterrico cuando le da la gana. Pone un viejo álbum de los Stooges a full volumen sin temor a represalias por parte del criterio colectivo. Lo apadrina un cierto espíritu de trovador errante, que canta canciones de libertad en los caminos autrótofos de los servicios independientes.
No todo es glamour. A veces pasan las semanas, y no cae ningún brete. De allí que el freelancer no siempre esté en condiciones de escoger sus trabajos, contrariamente a lo que dice el mito. De hecho, a veces se ve obligado a realizar los encargos más ingratos por una paga que no cabe calificar sino de asquerosa. Y además sin IGSS o Bono 14, ni cheque inequívoco al final de mes. Pero hay de todos modos en toda esa incertidumbre un cierto pequeño heroísmo antisistema, una minúscula pero digna autonomía periférica, que me atrevo a elogiar.
(Columna publicada el 14 de enero de 2010.)
1 comentario:
¡¡ Para mí es algo admirable!!! no todos tenemos los huevos para vivir la vida de esa forma, con esa incertidumbre latente, y por eso considero que es una actitud digna de admirar. Yo me quito el sombrero ante quienes tomaron la decisión de hacer lo que realmente les apasiona, aunque eso no siempre signifique ganar la cantidad de dinero que uno quisiera. Aun así, creo que siempre es más gratificante sentirte satisfecho y feliz con lo que haces, que el dinero que te pueden pagar por ello, o peor aún, por hacer alguna otra cosa que no es lo que vos queres hacer...
Slds.
Ana Regina Barrios
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