La vieja
La vieja –¿cómo se llamaba la vieja?– sintió el terremoto y su colección de sacudidas, no como una amenaza, sino como una aceleración, un embrujo. Había temblado muy fuerte en Puerto Príncipe.
Cuando finalmente pudo salir de su casa –o de lo que quedaba de ella– le tomó un cierto tiempo ordenar las figuras, lo que aparecía enfrente: los gritos, la sangre bronceándose, las materias humanas, los fantasmas flotando sobre los pedazos de algo, las negras tribus pidiendo alguna clase de gitana justicia. Miraba a las madres ya sin hijos, y a los hijos ya sin madres. El terremoto se había alargado como un lamento. Pero no un lamento: un rugido, una decisión de la tierra. Parecía ser que la tierra había por fin tomado una decisión, en provecho de quién sabe cuáles dioses bestiales.
La vieja pensó en su marido: su amarillento y negro esposo, tomando de botellas siempre llenas de alcohol y saliva repulsiva. Ese viejo –¿cómo se llamaba el viejo?– le había pegado durante una vida entera, la había envuelto en una oscuridad de insultos, la había engañado con incontables mujeres. Ahora yacía con el rostro desfigurado bajo una piedra formidable. Primero le había caído un segmento del muro, sobre la pierna, ajusticiándola, pulverizándola. “Ayuda, ayuda”, dijo él con voz muy suave, una voz descendente. Sus casi irreales sollozos no fueron oídos por nadie, salvo por la vieja. Ella entendió que había llegado por fin el momento. Así que tomó la piedra. No se sabe de dónde sacó las fuerzas necesarias para levantarla, pero lo hizo, y luego la dejó caer sobre la cara implorante del viejo.
En los próximos días, se pusieron a quemar a los muertos, toscamente en la calle. O los pusieron en grandes fosas comunes, para que coagularan mutuamente. Pero muchos quedaron sepultados entre los escombros. Entre ellos, un viejo decrépito y alcohólico. En la ciudad, un espíritu muy lento, muy lento, se había establecido.
(Columna publicada el 21 de enero de 2010.)
Cuando finalmente pudo salir de su casa –o de lo que quedaba de ella– le tomó un cierto tiempo ordenar las figuras, lo que aparecía enfrente: los gritos, la sangre bronceándose, las materias humanas, los fantasmas flotando sobre los pedazos de algo, las negras tribus pidiendo alguna clase de gitana justicia. Miraba a las madres ya sin hijos, y a los hijos ya sin madres. El terremoto se había alargado como un lamento. Pero no un lamento: un rugido, una decisión de la tierra. Parecía ser que la tierra había por fin tomado una decisión, en provecho de quién sabe cuáles dioses bestiales.
La vieja pensó en su marido: su amarillento y negro esposo, tomando de botellas siempre llenas de alcohol y saliva repulsiva. Ese viejo –¿cómo se llamaba el viejo?– le había pegado durante una vida entera, la había envuelto en una oscuridad de insultos, la había engañado con incontables mujeres. Ahora yacía con el rostro desfigurado bajo una piedra formidable. Primero le había caído un segmento del muro, sobre la pierna, ajusticiándola, pulverizándola. “Ayuda, ayuda”, dijo él con voz muy suave, una voz descendente. Sus casi irreales sollozos no fueron oídos por nadie, salvo por la vieja. Ella entendió que había llegado por fin el momento. Así que tomó la piedra. No se sabe de dónde sacó las fuerzas necesarias para levantarla, pero lo hizo, y luego la dejó caer sobre la cara implorante del viejo.
En los próximos días, se pusieron a quemar a los muertos, toscamente en la calle. O los pusieron en grandes fosas comunes, para que coagularan mutuamente. Pero muchos quedaron sepultados entre los escombros. Entre ellos, un viejo decrépito y alcohólico. En la ciudad, un espíritu muy lento, muy lento, se había establecido.
(Columna publicada el 21 de enero de 2010.)
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