Los cuetes del futuro
Hay siempre una Dirección General de Caminos pavimentando con buenas intenciones toda una variedad de carreteras al infierno.
Un ejemplo: invitaron al hijo del guardián a celebrar la Navidad. Y es indudable que el hijo del guardián estaba feliz, y suyo era el gozo de quemar cuetes, y alagrán como se hartaba de chocolates y marshmallows, y es como si las luces chinas no estuvieran reventando en el cielo sino en su alma misma. A las doce, dieron las doce, y todos se fueron adentro, a abrir los regalos, junto al fuego bien próspero de la chimenea.
Los niños abrieron los regalos. No abrieron un regalo: abrieron dos y cinco y siete y diez y cien regalos. Se formó una ciudad echa de papel de regalo por tanto regalo que los niños abrían.
Pero entre tanta alegría y entre tanto cueterío había un silencio: el hijo del guardián lo estaba mirando todo, sentadito en el sofá, hijo del guardián, es cierto pero como huérfano a la vez, porque no había ni un regalo para él. Y ese silencio fue impregnando el ambiente festivo, y todos en el cuarto se fueron sintiendo progresivamente amierdados. ¿Quién, díganme quién en ese momento se atrevió a ponerle una mano al patojo sobre la cabeza, y decirle que este mundo es justo? El mundo es lo amarillo del mundo y nada más. Es cierto que alguien con un sentido de decencia le deslizó un billete al niño, pero no es lo mismo un billete improvisado a un regalo como Dios manda, envuelto en mil fotones de colores y con su moña respectiva.
Después el silencio se fue deshaciendo como hielo en un vaso de whiskey, y enseguida estaban todos de vuelta quemando cuetes en la calle. Incluido el mismo hijo del guardián, que pronto olvidó el episodio de los regalos: se le vio eufórico, y se le vio riendo. Pero algún día recordará este momento, oyendo los cuetes del futuro, y se sentirá triste, y beberá.
(Columna publicada el 31 de diciembre de 2009.)
Un ejemplo: invitaron al hijo del guardián a celebrar la Navidad. Y es indudable que el hijo del guardián estaba feliz, y suyo era el gozo de quemar cuetes, y alagrán como se hartaba de chocolates y marshmallows, y es como si las luces chinas no estuvieran reventando en el cielo sino en su alma misma. A las doce, dieron las doce, y todos se fueron adentro, a abrir los regalos, junto al fuego bien próspero de la chimenea.
Los niños abrieron los regalos. No abrieron un regalo: abrieron dos y cinco y siete y diez y cien regalos. Se formó una ciudad echa de papel de regalo por tanto regalo que los niños abrían.
Pero entre tanta alegría y entre tanto cueterío había un silencio: el hijo del guardián lo estaba mirando todo, sentadito en el sofá, hijo del guardián, es cierto pero como huérfano a la vez, porque no había ni un regalo para él. Y ese silencio fue impregnando el ambiente festivo, y todos en el cuarto se fueron sintiendo progresivamente amierdados. ¿Quién, díganme quién en ese momento se atrevió a ponerle una mano al patojo sobre la cabeza, y decirle que este mundo es justo? El mundo es lo amarillo del mundo y nada más. Es cierto que alguien con un sentido de decencia le deslizó un billete al niño, pero no es lo mismo un billete improvisado a un regalo como Dios manda, envuelto en mil fotones de colores y con su moña respectiva.
Después el silencio se fue deshaciendo como hielo en un vaso de whiskey, y enseguida estaban todos de vuelta quemando cuetes en la calle. Incluido el mismo hijo del guardián, que pronto olvidó el episodio de los regalos: se le vio eufórico, y se le vio riendo. Pero algún día recordará este momento, oyendo los cuetes del futuro, y se sentirá triste, y beberá.
(Columna publicada el 31 de diciembre de 2009.)
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