El arte de no estar
Me invitan a que participe en actividades –mesas redondas, entrevistas, lecturas, cosas– pero yo por lo general digo no muchas gracias.
Me considero retirado de la comunidad de afanosos y craquelantes entusiastas que consideran que por medio de la actividad artística compulsiva o el intercambio social programático van a mejorar las cosas, aquí o en cualquier lado. Le añaden además un toque franciscano a sus iniciativas, al no pagarte un centavo por tu tiempo y trabajo, con lo cuál básicamente lo están devaluando, y el de todos aquellos que hacen lo mismo.
Antes me encantaba esta vida de escaparate, hablar de mis ideas como si fueran las del mismo Hegel, o leer poemas con voz grave, editorializada, retumbante, el numerito, pues. Luego me bajaba del estrado, me iba a casa, y ya bien solito en mi cuarto, le preguntaba al televisor, a la mesa de noche, a la manija de la puerta, qué pensaban de mi brillante personalidad y de mi magno aporte a la cultura nacional, y a eso le seguía un gran silencio. Era un silencio muy penoso.
Cuarenta años han transcurrido desde el concierto de Woodstock: Hendrix, Richie Havens, Jefferson Airplane, Joan Baez, The Who, Crosby Stills & Nash, y tantos más. Un hecho gigantesco. ¿Pero algo cambió, realmente? ¿Terminaron las guerras, las colisiones cósmicas? A mí siempre me pareció particularmente brillante por parte de Bob Dylan que no participara en el mítico concierto, a pesar de que era su concierto –él era en cierta manera el mensajero divino de aquella generación– y además vivía en Woodstock, era su pueblo. Digamos que este relegarse de Dylan ha sido para mí más significativo que el vanitas más célebre de cualquier superdistinguido pintor holandés. De tan hermosa abdicación, un inmenso silencio poético se desprende, como un asterisco en el vacío del espacio. No hay nada penoso en esta clase de silencio: hay una enorme integridad por el contrario, que yo admiro.
(Columna publicada el 8 de octubre de 2009.)
Me considero retirado de la comunidad de afanosos y craquelantes entusiastas que consideran que por medio de la actividad artística compulsiva o el intercambio social programático van a mejorar las cosas, aquí o en cualquier lado. Le añaden además un toque franciscano a sus iniciativas, al no pagarte un centavo por tu tiempo y trabajo, con lo cuál básicamente lo están devaluando, y el de todos aquellos que hacen lo mismo.
Antes me encantaba esta vida de escaparate, hablar de mis ideas como si fueran las del mismo Hegel, o leer poemas con voz grave, editorializada, retumbante, el numerito, pues. Luego me bajaba del estrado, me iba a casa, y ya bien solito en mi cuarto, le preguntaba al televisor, a la mesa de noche, a la manija de la puerta, qué pensaban de mi brillante personalidad y de mi magno aporte a la cultura nacional, y a eso le seguía un gran silencio. Era un silencio muy penoso.
Cuarenta años han transcurrido desde el concierto de Woodstock: Hendrix, Richie Havens, Jefferson Airplane, Joan Baez, The Who, Crosby Stills & Nash, y tantos más. Un hecho gigantesco. ¿Pero algo cambió, realmente? ¿Terminaron las guerras, las colisiones cósmicas? A mí siempre me pareció particularmente brillante por parte de Bob Dylan que no participara en el mítico concierto, a pesar de que era su concierto –él era en cierta manera el mensajero divino de aquella generación– y además vivía en Woodstock, era su pueblo. Digamos que este relegarse de Dylan ha sido para mí más significativo que el vanitas más célebre de cualquier superdistinguido pintor holandés. De tan hermosa abdicación, un inmenso silencio poético se desprende, como un asterisco en el vacío del espacio. No hay nada penoso en esta clase de silencio: hay una enorme integridad por el contrario, que yo admiro.
(Columna publicada el 8 de octubre de 2009.)
1 comentario:
excelente... muy bueno tenés tanta razón
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