Una novela con jugo
Está bien decir que Los jueces, de Arnoldo Gálvez Suárez, es un clásico instantáneo de nuestra literatura. Esta novela –Premio Centroamericano de Novela Mario Monteforte Toledo 2009– está por encima de un montón de libros made in Guatemala que no vamos a mencionar aquí, porque después seguro seguro nos arrancan los genitales, con esa misma brutalidad con la cuál se los desarraigan a uno de los personajes del libro.
Esta ficción es una de substancia oscura, perpetúa una tradición local de la ignominia que como lectores no tenemos por qué andar renegando: es una tradición noble, rastreable en autores como Martínez Sobral, asumida bastante en Asturias, presente en escritos posteriores (Rin–78, por ejemplo), activa totalmente en los autores de la posguerra.
Lo ideal es no llevar esta ignominia al retorcimiento chabacano. Gálvez Suárez se detiene elegantemente un paso exacto antes del morbo, lo cuál, en literatura, es una abstinencia necesaria (muchos no lo logran). El libro, grávido de detalles vergonzosos, de karmas miserables, posee no obstante la cualidad de trasladar lo sucio sin hacerle altar.
Pero jugo tiene. Esos cuadros de una crueldad socarrona, como la entrevista de la muchacha del vestidito rojo, que al final del libro termina sin dientes. Y hay una violación (dos de hecho, a la misma mujer, en un loop digno de Polanski) que le hace a uno bajar momentáneamente el libro... muy intensa. Y así la gelatina de la novela se va haciendo más densa y absurda, más bastante guatemalteca, mientras una comunidad de vecinos decide matar a un violador, como acto de justicia autoasumida. Crueldad social y crueldad individual se rechazan y exigen mutuamente. Son opuestas; pero a la vez se necesitan.
Con discreto, y por ello efectivísimo toque de humor, Arnoldo Gálvez Suárez nos entrega un relato del todo nítido y algo extravagante, y que en medio de su aura absurda jamás traiciona la realidad de las cosas.
(Columna publicada el 6 de agosto de 2009.)
Esta ficción es una de substancia oscura, perpetúa una tradición local de la ignominia que como lectores no tenemos por qué andar renegando: es una tradición noble, rastreable en autores como Martínez Sobral, asumida bastante en Asturias, presente en escritos posteriores (Rin–78, por ejemplo), activa totalmente en los autores de la posguerra.
Lo ideal es no llevar esta ignominia al retorcimiento chabacano. Gálvez Suárez se detiene elegantemente un paso exacto antes del morbo, lo cuál, en literatura, es una abstinencia necesaria (muchos no lo logran). El libro, grávido de detalles vergonzosos, de karmas miserables, posee no obstante la cualidad de trasladar lo sucio sin hacerle altar.
Pero jugo tiene. Esos cuadros de una crueldad socarrona, como la entrevista de la muchacha del vestidito rojo, que al final del libro termina sin dientes. Y hay una violación (dos de hecho, a la misma mujer, en un loop digno de Polanski) que le hace a uno bajar momentáneamente el libro... muy intensa. Y así la gelatina de la novela se va haciendo más densa y absurda, más bastante guatemalteca, mientras una comunidad de vecinos decide matar a un violador, como acto de justicia autoasumida. Crueldad social y crueldad individual se rechazan y exigen mutuamente. Son opuestas; pero a la vez se necesitan.
Con discreto, y por ello efectivísimo toque de humor, Arnoldo Gálvez Suárez nos entrega un relato del todo nítido y algo extravagante, y que en medio de su aura absurda jamás traiciona la realidad de las cosas.
(Columna publicada el 6 de agosto de 2009.)
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