Emejota
El domingo me la pasé todo el día encajado en cama, enfermo. Viendo noticieros que excretaban una pasta deletérea compuesta a base de Irán, Honduras, y de Michael Jackson. Vaya momento para enfermarse.
Murió Jackson y es como si se me hubiera muerto la pinche infancia. Claro que recuerdo cuando conseguí mi LP de Thriller –esa cromada pieza maestra producida por el maestro Quincy Jones– y no puede decirse que yo no estaba obsesionado con este ángel eléctrico, ionizado, que bailaba sobre un espejo en donde se reflejaban todas las estrellas del universo.
Todos queríamos ser así de ligeros. No importaba si eras: a) teenager en Leningrado; b) patojo descalzo de Haití viendo tele en el comedor del barrio; c) un Joe cualquiera nacido en lo más profundo del Bible Belt; d) etc.
El reto era vibrar como Michael Jackson, ser tan aproximadamente rítmico y negro como él, formar parte de su descoyuntador campo de poder.
Ese campo de poder que, hélas, se fue haciendo más y más descomunal, más y más difícil de controlar. Estamos hablando de una energía malditamente poderosa. La clase de energía que ni los yoguis más realizados se atreverían jamás a manipular. Naturalmente, un cuerpo tan menudo como el de Michael Jackson no pudo con semejante radiación: pronto habría de mostrar innovaciones y evoluciones aterradoras, mientras la mente del Rey del Pop a su vez empezó a desvariar hacia una progresiva disfuncionalidad sin retorno.
Los resultados no dejaron de ser interesantes. Michael Jackson se convirtió en el adalid involuntario de lo transexual y lo transracial y lo transgeneracional. No hace falta destacar lo fascinante que es que tantas coordenadas mutacionales coincidan en un solo individuo. Todas las sociologías del siglo XXI encuentran un linaje común en Michael Jackson, y por eso, y por darle algo notable a mi niñez, yo lo seguiré más o menos respetando.
(Columna publicada el 2 de julio de 2009.)
Murió Jackson y es como si se me hubiera muerto la pinche infancia. Claro que recuerdo cuando conseguí mi LP de Thriller –esa cromada pieza maestra producida por el maestro Quincy Jones– y no puede decirse que yo no estaba obsesionado con este ángel eléctrico, ionizado, que bailaba sobre un espejo en donde se reflejaban todas las estrellas del universo.
Todos queríamos ser así de ligeros. No importaba si eras: a) teenager en Leningrado; b) patojo descalzo de Haití viendo tele en el comedor del barrio; c) un Joe cualquiera nacido en lo más profundo del Bible Belt; d) etc.
El reto era vibrar como Michael Jackson, ser tan aproximadamente rítmico y negro como él, formar parte de su descoyuntador campo de poder.
Ese campo de poder que, hélas, se fue haciendo más y más descomunal, más y más difícil de controlar. Estamos hablando de una energía malditamente poderosa. La clase de energía que ni los yoguis más realizados se atreverían jamás a manipular. Naturalmente, un cuerpo tan menudo como el de Michael Jackson no pudo con semejante radiación: pronto habría de mostrar innovaciones y evoluciones aterradoras, mientras la mente del Rey del Pop a su vez empezó a desvariar hacia una progresiva disfuncionalidad sin retorno.
Los resultados no dejaron de ser interesantes. Michael Jackson se convirtió en el adalid involuntario de lo transexual y lo transracial y lo transgeneracional. No hace falta destacar lo fascinante que es que tantas coordenadas mutacionales coincidan en un solo individuo. Todas las sociologías del siglo XXI encuentran un linaje común en Michael Jackson, y por eso, y por darle algo notable a mi niñez, yo lo seguiré más o menos respetando.
(Columna publicada el 2 de julio de 2009.)
2 comentarios:
ja!
acabo de descubrirte, buscando una imagen de Syd, no Barret, sino el perezoso de la Era de Hielo, ja! pero en fin, encontré este espacio, cool!
see ya
No encontraba la manera de expresar lo que MJ significó para mí. No sin caer en la tentación de criticarlo y ciertamente no sin el temor de ser criticada. Pero acá esta esto. De lo mejor. Como siempre.
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