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El último monólogo del libro Criaturas del aire, de Fernando Savater, empieza con una frase que no carece de efecto:
“Hoy he cometido una impertinencia de la que me he arrepentido casi al instante: he cumplido treinta y dos años”.
Una impertinencia, para qué dudarlo.
Mucho más tóxica, mucho más sucia, mucho más bacterial y asquerosa es la impertinencia que yo mismo he cometido esta semana: he cumplido treinta y tres años.
Incluso, por la cifra, podría decirse que se trata de una impertinencia crística. Pero eso no sería más que perpetuar el eterno guión de autoimportancia que no ha representado más que desdicha en mi vida –desdicha millonaria… donaldtrumpiana– y a decir verdad, ya tengo más que suficiente con la importancia que me dan los piensan que soy un intolerable pedazo de imbécil, que no son por fuerza pocos.
En el monólogo citado, Savater hace un repaso de aquellas cosas que ya a sus treinta y dos años ha experimentado, cosas de las que habla con cierto orgullo vitalista, beber los mejores vinos, viajar a Venecia, escuchar a Rostropovich, por ejemplo.
Es curioso: todas esas cosas las he experimentado también, pero a diferencia de Savater, las recuerdo siempre con notoria indiferencia, con un sentimiento inaudito de puerilidad.
No me privé de nada: sedas y viandas, apasionantes fármacos de diseño, mujeres sinceras o cinematográficas, encuentros con personas fecundas, los más refinados universos intelectuales, 100 000 conciertos de rock´n´roll…
No gané tanto con ello.
En cambio, perdí lo indecible.
Les parecerá el argumento de un infeliz. Pero la verdad es que soy el hombre más feliz del mundo. Ya desilusionado de todo, espero con creciente ilusión lo que ya es a todas luces la segunda mitad de mi existencia. Y en ese estado de júbilo exaltado, me dispongo a lavar los platos.
(Columna publicada el 28 de mayo de 2009.)
“Hoy he cometido una impertinencia de la que me he arrepentido casi al instante: he cumplido treinta y dos años”.
Una impertinencia, para qué dudarlo.
Mucho más tóxica, mucho más sucia, mucho más bacterial y asquerosa es la impertinencia que yo mismo he cometido esta semana: he cumplido treinta y tres años.
Incluso, por la cifra, podría decirse que se trata de una impertinencia crística. Pero eso no sería más que perpetuar el eterno guión de autoimportancia que no ha representado más que desdicha en mi vida –desdicha millonaria… donaldtrumpiana– y a decir verdad, ya tengo más que suficiente con la importancia que me dan los piensan que soy un intolerable pedazo de imbécil, que no son por fuerza pocos.
En el monólogo citado, Savater hace un repaso de aquellas cosas que ya a sus treinta y dos años ha experimentado, cosas de las que habla con cierto orgullo vitalista, beber los mejores vinos, viajar a Venecia, escuchar a Rostropovich, por ejemplo.
Es curioso: todas esas cosas las he experimentado también, pero a diferencia de Savater, las recuerdo siempre con notoria indiferencia, con un sentimiento inaudito de puerilidad.
No me privé de nada: sedas y viandas, apasionantes fármacos de diseño, mujeres sinceras o cinematográficas, encuentros con personas fecundas, los más refinados universos intelectuales, 100 000 conciertos de rock´n´roll…
No gané tanto con ello.
En cambio, perdí lo indecible.
Les parecerá el argumento de un infeliz. Pero la verdad es que soy el hombre más feliz del mundo. Ya desilusionado de todo, espero con creciente ilusión lo que ya es a todas luces la segunda mitad de mi existencia. Y en ese estado de júbilo exaltado, me dispongo a lavar los platos.
(Columna publicada el 28 de mayo de 2009.)
1 comentario:
Amargo sabor de los treintas, por eso muchos se dieron a la tarea de hacer todo antes de los veintisiete. Pero hay varias edades más. ¿Por cierto, entre peliculas, viajes, conciertos, amores, vinos, rones, wiskies, velorios, libros y poemas, te has detenido alguna vez a contemplar tus años con una visión mesianica?
Saludos.
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