Rara avis
He presenciado la muerte de mis sagas personales con una sonrisa satisfecha. No importa si se trata del skating, las drogas, la ciudad, esta o aquella corriente ideológica, y todo el resto de caprichos y cabarets neocorticales que surcaron mis décadas: todo acabó derrumbándose. Lo cuál es perfecto: un recorte necesario para que la vida siguiera en pleno funcionamiento.
Recientemente me pasó con la literatura. Me levanté un día de la cama, y decidí que ya estaba hasta la coronilla de las letras.
Desde el punto de vista de la sanidad, escribir es una actividad sumamente degenerada. El escritor que se toma demasiado en serio a sí mismo está condenado a toda clase de atrofias físicas, disfunciones neurales y llagas psicoanómalas de orden diverso, además de una desoladora megalomanía. Ni el vitalista Hemingway pudo escapar a la enfermedad mental.
La cosa no termina con el escritor. La misma sociedad se empeña en crear fantasías y supersticiones en torno a la gramática. Se ha llegado a pensar, desde Diderot a nuestros días, que un libro es el vehículo perfecto de la libertad. De tantas religiones, la religión del libro es la peor, porque sus seguidores están convencidos de que no son religiosos ellos mismos, y de que no creen en un Dios barato, cuando la realidad es hartamente lo contrario.
Por fortuna, el internet ha democratizado la escritura y habrá más posibilidades de que el humano de a pie –no el pío intelectual que en las fiestas nos agota ducalmente a todos con mortales clasificaciones– al ponerse a escribir él también, comprenda por fin el fiasco inherente al procedimiento literario, y de una vez se pase por el culo los mandos editoriales, los museos, los pénsums, los centenarios, y el resto de plastilinas que ensamblan nuestro repugnante engreimiento cultural.
(Columna publicada el 19 de marzo de 2009.)
Recientemente me pasó con la literatura. Me levanté un día de la cama, y decidí que ya estaba hasta la coronilla de las letras.
Desde el punto de vista de la sanidad, escribir es una actividad sumamente degenerada. El escritor que se toma demasiado en serio a sí mismo está condenado a toda clase de atrofias físicas, disfunciones neurales y llagas psicoanómalas de orden diverso, además de una desoladora megalomanía. Ni el vitalista Hemingway pudo escapar a la enfermedad mental.
La cosa no termina con el escritor. La misma sociedad se empeña en crear fantasías y supersticiones en torno a la gramática. Se ha llegado a pensar, desde Diderot a nuestros días, que un libro es el vehículo perfecto de la libertad. De tantas religiones, la religión del libro es la peor, porque sus seguidores están convencidos de que no son religiosos ellos mismos, y de que no creen en un Dios barato, cuando la realidad es hartamente lo contrario.
Por fortuna, el internet ha democratizado la escritura y habrá más posibilidades de que el humano de a pie –no el pío intelectual que en las fiestas nos agota ducalmente a todos con mortales clasificaciones– al ponerse a escribir él también, comprenda por fin el fiasco inherente al procedimiento literario, y de una vez se pase por el culo los mandos editoriales, los museos, los pénsums, los centenarios, y el resto de plastilinas que ensamblan nuestro repugnante engreimiento cultural.
(Columna publicada el 19 de marzo de 2009.)
3 comentarios:
Al final la literatura es tan innecesaria como indeseable y perniciosa le es al mundo la humanidad, un libro y una camioneta son ambos vehículos hacia el engaño o la desilusión, ambos pueden ser igual de peligrosos y ambos echan humaredas molestas, como se ve el escritor y el chofer están hermanados
siii! me gusta cuando los escritores se dan cuenta de estas cosas, y al menos tienen el corage de decirlo. claro que decirlo puede ser solo otra pose, pero eso ya no me toca a mi juzgarlo.
Dos cosas: Hay cándidos que usarán este discurso para justificar su pobreza lectora. Otros agradecemos tu opinión. d.
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