Mil ventanas vacías
El atardecer la golpeó, a Elsa, como los pájaros golpean a veces los vidrios perfectamente transparentes. Detrás de los volcanes, otro volcán, de colores –el crepúsculo.
Elsa caminó al balcón. Abrió la puerta. Elsa caminó al balcón y abrió la puerta y supo que en el férvido ajedrez que era usualmente su vida por fin había dado una jugada maestra: se había cambiado de casa.
Por supuesto, le causaba una ligera incomodidad la muchedumbre de cajas apiladas, aún sin abrir, por ordenar. Aún le faltaba sacudir el polvo, guardar las cosas de la cocina, sacar los libros, los libros. Pero de momento, ahora, siempre, estaba viendo el atardecer y una tibia indiferencia le nació estival en el pecho. Y todo –la ropa, los discos, las cosas del baño, la total bruma de artefactos– se apartó y Elsa sintió más que nada paz, mientras contempló las mil ventanas vacías de los edificios.
Así estuvo un momento, dos momentos. Pero de pronto, la duda: perfecta, cortante, lúcida como ninguna. ¿Y el Objeto?, se preguntó Elsa. Ah sí, en el maletín rojo. Y Elsa va al cuarto a buscar el Objeto. Pero no está. Una creciente ansiedad empieza a subirle por la garganta. A lo mejor lo puso en el maletín negro. Pero tampoco. Entonces tiene que estar en una de las cajas, piensa Elsa. Y Elsa se da a la tarea de, compulsivamente, abrir cajas y cajas, y sacar todas, y una a una, sus posesiones, y el desorden se agiganta en el apartamento como un organismo. Es un caos de entes y formas. Elsa se pasa dos horas buscando el Objeto, sin éxito.
Quizá el Objeto se perdió en la mudanza, concluye Elsa. O a lo mejor, el Objeto nunca existió y sólo está imaginando que alguna vez existió, que alguna vez lo tuvo. O a lo mejor era el Objeto el que la tenía a ella, de una manera tan tiránica y absoluta, que, para huir del Objeto, Elsa debió cambiarse de casa. Entre tanto chunche, Elsa va perdiendo la calma, y la razón.
(Columna publicada el 11 de diciembre de 2008.)
Elsa caminó al balcón. Abrió la puerta. Elsa caminó al balcón y abrió la puerta y supo que en el férvido ajedrez que era usualmente su vida por fin había dado una jugada maestra: se había cambiado de casa.
Por supuesto, le causaba una ligera incomodidad la muchedumbre de cajas apiladas, aún sin abrir, por ordenar. Aún le faltaba sacudir el polvo, guardar las cosas de la cocina, sacar los libros, los libros. Pero de momento, ahora, siempre, estaba viendo el atardecer y una tibia indiferencia le nació estival en el pecho. Y todo –la ropa, los discos, las cosas del baño, la total bruma de artefactos– se apartó y Elsa sintió más que nada paz, mientras contempló las mil ventanas vacías de los edificios.
Así estuvo un momento, dos momentos. Pero de pronto, la duda: perfecta, cortante, lúcida como ninguna. ¿Y el Objeto?, se preguntó Elsa. Ah sí, en el maletín rojo. Y Elsa va al cuarto a buscar el Objeto. Pero no está. Una creciente ansiedad empieza a subirle por la garganta. A lo mejor lo puso en el maletín negro. Pero tampoco. Entonces tiene que estar en una de las cajas, piensa Elsa. Y Elsa se da a la tarea de, compulsivamente, abrir cajas y cajas, y sacar todas, y una a una, sus posesiones, y el desorden se agiganta en el apartamento como un organismo. Es un caos de entes y formas. Elsa se pasa dos horas buscando el Objeto, sin éxito.
Quizá el Objeto se perdió en la mudanza, concluye Elsa. O a lo mejor, el Objeto nunca existió y sólo está imaginando que alguna vez existió, que alguna vez lo tuvo. O a lo mejor era el Objeto el que la tenía a ella, de una manera tan tiránica y absoluta, que, para huir del Objeto, Elsa debió cambiarse de casa. Entre tanto chunche, Elsa va perdiendo la calma, y la razón.
(Columna publicada el 11 de diciembre de 2008.)
1 comentario:
Eterna disyuntiva: ser o pertenecer.
Mueve al cambio de piel.
Publicar un comentario