Zopiloteando
Los columnistas pertenecen a la raza de los malparidos. Así que si usted tiene contemplado convertirse en columnista, piénselo dos veces, y si le da la mollera mejor si cuatro.
Siempre le quedará al columnista (si su oficio no le ha convertido ya en un obcecado y en un fanático) la sensación de que lo que dijo es absurdamente relativo. Como caer eternamente en la garganta del vacío. Claro, los hay que juegan a ser muy equilibrados, pero el equilibrio en sí mismo es una postura excluyente, en sí mismo una postura totalitaria.
Los columnistas no son otra cosa que las aves carroñeras que zopilotean sobre el cuerpo putrefacto de la realidad.
Varios son los casos de columnistas que terminan en alguna cuneta (la cuneta antisocial, la cuneta depresiva, o simplemente en la cuneta literal, bien plomazeados). Los he visto: gravitan acabados y espectrales, ajenos al Gozo y la Felicidad. Algunos se autoejecutan, al estilo Larra.
La opinión, al moverse en el universo dualista, amargo y jadeante de los contrarios, promete permanente oposición y desencuentro. Hay miles de vibraciones infectas siempre dirigidas al columnista, por ser el Receptáculo de las Frustraciones Matutinas de un Resto de Lectores. De lo único que podemos estar seguros es que nadie los llamará jamás para desearles un feliz día del periodista. Eso les pasa (nos pasa) por echarle gasolina al fuego prometeico del moralismo laico. Por supuesto, los que mejor odian a los columnistas son los columnistas. Y sobre todo, los columnistas que carecen de columna. Porque en este caso además del infortunio de tener una Sagrada Opinión, sobrellevan la frustración de no poder Expresarla, a no ser en la sección on–line de comentarios, que como se sabe es un nido de resentidos.
Al igual que el vampiro, el columnista necesita de colmillos y de mucha sangre para poder vivir.
(Columna publicada el 4 de diciembre de 2008.)
Siempre le quedará al columnista (si su oficio no le ha convertido ya en un obcecado y en un fanático) la sensación de que lo que dijo es absurdamente relativo. Como caer eternamente en la garganta del vacío. Claro, los hay que juegan a ser muy equilibrados, pero el equilibrio en sí mismo es una postura excluyente, en sí mismo una postura totalitaria.
Los columnistas no son otra cosa que las aves carroñeras que zopilotean sobre el cuerpo putrefacto de la realidad.
Varios son los casos de columnistas que terminan en alguna cuneta (la cuneta antisocial, la cuneta depresiva, o simplemente en la cuneta literal, bien plomazeados). Los he visto: gravitan acabados y espectrales, ajenos al Gozo y la Felicidad. Algunos se autoejecutan, al estilo Larra.
La opinión, al moverse en el universo dualista, amargo y jadeante de los contrarios, promete permanente oposición y desencuentro. Hay miles de vibraciones infectas siempre dirigidas al columnista, por ser el Receptáculo de las Frustraciones Matutinas de un Resto de Lectores. De lo único que podemos estar seguros es que nadie los llamará jamás para desearles un feliz día del periodista. Eso les pasa (nos pasa) por echarle gasolina al fuego prometeico del moralismo laico. Por supuesto, los que mejor odian a los columnistas son los columnistas. Y sobre todo, los columnistas que carecen de columna. Porque en este caso además del infortunio de tener una Sagrada Opinión, sobrellevan la frustración de no poder Expresarla, a no ser en la sección on–line de comentarios, que como se sabe es un nido de resentidos.
Al igual que el vampiro, el columnista necesita de colmillos y de mucha sangre para poder vivir.
(Columna publicada el 4 de diciembre de 2008.)
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