De unos zapatos
Señores: habrá que comenzar por lo primero, y lo primero son los zapatos. Mejor si nuevos, pero eso no siempre se puede. Cada año me regalo para Navidad de mí para mí un par de tennis ultrablandos de esos que le musican a uno los pasos por dentro. Tennis de viejito, qué se entiende. Pero ni modo que este año no me los pude comprar. Y quién. La tribu está atribulada por tanta crisis y por tanta maldita guerra. ¿Cómo se sentirá caminar descalzo entre el cadaveral de palestinos?
No queda más remedio que renunciar a los nuevos, ultrablandos tennis de viejito. Se hace mucho más fácil el sacrificio luego de ver cómo un periodista honorable lanza al florido Bush su calzado, con lo cuál comprendo que los tiempos piden zapatos duros, y entre más duros mejor. Ese periodista iraquí logra volver poner de moda ya no solamente un tipo particular de zapato sino al Zapato en sí, al refuncionalizarlo en un impulso politíco–estrambótico, que es a la vez cándido–poético.
Me quedo con mis tennis viejos. No les guardo ningún rechazo, en realidad. En realidad los encuentro bastante bellos. Van Gogh halla una gran belleza heideggeriana en un par de zapatos campesinos, y yo encuentro una gran belleza heideggeriana en mis nike municipales.
Nuevos o apaleados, hay que amarrase los zapatos, porque hay que caminar. Y los huevos. Amarrarse los zapatos y amarrarse los huevos son dos actividades enérgicas que van perfectamente de la mano. Con los zapatos firmes y con una firme determinación nos embarcamos en las aguas friks del 2009. A mí en lo personal me esperanza el hecho de que el ya mencionado florido Bush –factótum mundial durante una década– se va finalmente del Despacho Oval, en cuya alfombra mullida deambuló no pocas veces la muerte.
(Columna publicada el 8 de enero de 2009.)
No queda más remedio que renunciar a los nuevos, ultrablandos tennis de viejito. Se hace mucho más fácil el sacrificio luego de ver cómo un periodista honorable lanza al florido Bush su calzado, con lo cuál comprendo que los tiempos piden zapatos duros, y entre más duros mejor. Ese periodista iraquí logra volver poner de moda ya no solamente un tipo particular de zapato sino al Zapato en sí, al refuncionalizarlo en un impulso politíco–estrambótico, que es a la vez cándido–poético.
Me quedo con mis tennis viejos. No les guardo ningún rechazo, en realidad. En realidad los encuentro bastante bellos. Van Gogh halla una gran belleza heideggeriana en un par de zapatos campesinos, y yo encuentro una gran belleza heideggeriana en mis nike municipales.
Nuevos o apaleados, hay que amarrase los zapatos, porque hay que caminar. Y los huevos. Amarrarse los zapatos y amarrarse los huevos son dos actividades enérgicas que van perfectamente de la mano. Con los zapatos firmes y con una firme determinación nos embarcamos en las aguas friks del 2009. A mí en lo personal me esperanza el hecho de que el ya mencionado florido Bush –factótum mundial durante una década– se va finalmente del Despacho Oval, en cuya alfombra mullida deambuló no pocas veces la muerte.
(Columna publicada el 8 de enero de 2009.)
2 comentarios:
«¿Qué es el ser humano sino un niño
descolgándose del trapecio celeste?»
Belmar
Belmar dijo bien.
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