Los tuc tucs
Pana hormiguea de tuc tucs. Están allí como una infección. Son muy prácticos para aquellos que necesitan movilizarse con celeridad por el pueblo. Sin embargo, tanto peatones como automovilistas los detestan. Los peatones, porque siempre corren riesgo de ser atropellados por estas máquinas endiabladas; y los automovilistas, porque su propia locomoción se ve entorpecida por los itinerarios oportunistas y groseros de los moto–taxis. Digamos que los tuctuqueros saben tocar ese acorde, el acorde de la ira.
Mi relación con los tuctuqueros no es exactamente l´amour fou. Ya la otra vez tuve un problema con un tuctuquero, en la calle, porque me echó prácticamente encima el armatoste, y yo le dije: cuidado, tranquilo, vos. El cuate me imprecó. Entonces le di, en un fosforazo, una patada al tuc tuc. Él salió de su vehículo de hojalata y me dejó ir un golpe tieso y contundente. En esta clase de encuentros, lo mejor es pegar siempre de primero. Cosa que no hice. Lo bueno es que en un pueblo los enemigos se los encuentra uno todo el tiempo, y la retaliación siempre es factible.
Los tuc tucs son pequeñas placentas móviles que llevan en su interior a polacos o locales, por igual, y avanzan, velocitan, a un ritmo nada desdeñable. Los viajeros que van dentro se agarran a lo que pueden, hipnotizados por las maniobras virtuosas del chofer, que de cuando en cuando para de golpe, como en staccato. Cualquiera de nuestros choferes sololatecos podría vivir con grandísima dignidad en Dehli o Pakistán, eso es palpable.
El tuc tuc parece una solución al problema de la proliferación de automóviles, pero luego hay tantos que se vuelven ellos mismos un problema por derecho propio. Y sin embargo –y dicho todo lo anterior– yo les guardo alguna clase de extraño cariño a los tuc tucs, a lo mejor porque hay una belleza tercermundista en ellos que trasciende todas las pequeñas familiaridades.
(Columna publicada el 16 de octubre de 2008.)
Mi relación con los tuctuqueros no es exactamente l´amour fou. Ya la otra vez tuve un problema con un tuctuquero, en la calle, porque me echó prácticamente encima el armatoste, y yo le dije: cuidado, tranquilo, vos. El cuate me imprecó. Entonces le di, en un fosforazo, una patada al tuc tuc. Él salió de su vehículo de hojalata y me dejó ir un golpe tieso y contundente. En esta clase de encuentros, lo mejor es pegar siempre de primero. Cosa que no hice. Lo bueno es que en un pueblo los enemigos se los encuentra uno todo el tiempo, y la retaliación siempre es factible.
Los tuc tucs son pequeñas placentas móviles que llevan en su interior a polacos o locales, por igual, y avanzan, velocitan, a un ritmo nada desdeñable. Los viajeros que van dentro se agarran a lo que pueden, hipnotizados por las maniobras virtuosas del chofer, que de cuando en cuando para de golpe, como en staccato. Cualquiera de nuestros choferes sololatecos podría vivir con grandísima dignidad en Dehli o Pakistán, eso es palpable.
El tuc tuc parece una solución al problema de la proliferación de automóviles, pero luego hay tantos que se vuelven ellos mismos un problema por derecho propio. Y sin embargo –y dicho todo lo anterior– yo les guardo alguna clase de extraño cariño a los tuc tucs, a lo mejor porque hay una belleza tercermundista en ellos que trasciende todas las pequeñas familiaridades.
(Columna publicada el 16 de octubre de 2008.)
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