Los grandes polemistas
La otra vez estuve viendo el debate de los vicepresidenciables, de lo más interesado. (Y de lo más asustado a la vez por lo que dijo y lo que es Sarah Palin, una avispa… muy avispada.) Antes había visto debatir a Obama vs. McCain, y no me deja de parecer una victoria trascendental –aunque eso sí, patéticamente tardía en el juego de la historia– que por fin un negro ocupe esa clase de tribuna.
Eso del debate no es poca cosa en Estados Unidos. Es algo de hecho que ya desde las escuelas les están inculcando a los niños, y que en la universidad toma visos ilustrados y antológicos. Hay polemistas altamente desarrollados, que han hecho de este oficio una especialidad incomparable, con a veces grandes réditos de por medio. Se trata de un método de ofensa y contraofensa –se dice y se desdice– que se apoya en la lógica, la memoria, la retórica avanzada y un respetable cúmulo de información, y de todo ello nace una danza de palabras y gestos, establecido en un marco rigurosamente formal para mantener la sanidad del diálogo. No olvidemos que los Estados Unidos es un país de oradores formidables, en cuenta Martin Luther King.
Recién el fin de semana pude ver la muy hermosa película de Denzel Washington, The great debaters, que narra libremente la historia del primer debate interétnico que hubo en los Estados Unidos –muy precisamente entre el afroamericano Wiley College y Harvard (aunque luego supe que en la realidad no fue Harvard sino la Universidad del Sur de California, quien por entonces dominaba en debate).
Cuando se observa la llegada de Obama al podio bajo la perspectiva de aquellos hombres y mujeres negros de los años treinta –los desollaban, los quemaban vivos– entonces hay algo muy conmovedor, algo que –seamos o no demócratas, seamos o no estadounidenses– no podemos dejar de ponderar con cierto sentido de gratitud histórica.
Aunque, naturalmente, ya habrá alguno diciendo: “Es debatible”.
(Columna publicada el 9 de octubre de 2008.)
Eso del debate no es poca cosa en Estados Unidos. Es algo de hecho que ya desde las escuelas les están inculcando a los niños, y que en la universidad toma visos ilustrados y antológicos. Hay polemistas altamente desarrollados, que han hecho de este oficio una especialidad incomparable, con a veces grandes réditos de por medio. Se trata de un método de ofensa y contraofensa –se dice y se desdice– que se apoya en la lógica, la memoria, la retórica avanzada y un respetable cúmulo de información, y de todo ello nace una danza de palabras y gestos, establecido en un marco rigurosamente formal para mantener la sanidad del diálogo. No olvidemos que los Estados Unidos es un país de oradores formidables, en cuenta Martin Luther King.
Recién el fin de semana pude ver la muy hermosa película de Denzel Washington, The great debaters, que narra libremente la historia del primer debate interétnico que hubo en los Estados Unidos –muy precisamente entre el afroamericano Wiley College y Harvard (aunque luego supe que en la realidad no fue Harvard sino la Universidad del Sur de California, quien por entonces dominaba en debate).
Cuando se observa la llegada de Obama al podio bajo la perspectiva de aquellos hombres y mujeres negros de los años treinta –los desollaban, los quemaban vivos– entonces hay algo muy conmovedor, algo que –seamos o no demócratas, seamos o no estadounidenses– no podemos dejar de ponderar con cierto sentido de gratitud histórica.
Aunque, naturalmente, ya habrá alguno diciendo: “Es debatible”.
(Columna publicada el 9 de octubre de 2008.)
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