Los deportados de Elea
Se ha vivido en Guatemala el fenómeno cruel del exilio. Ahora se da el fenómeno no menos cruel del contraexilio.
Después de ver cómo nuestros seres más queridos partieron (por razones políticas, o económicas, porque fueron objetos de alguna delincuencia radical, como el secuestro o la extorsión) tuvimos que llenar el vacío de su partida asignándoles un rol cultural muy extraño: el de dar legitimidad a todas nuestras frustraciones por medio del mito de los ausentes. Es una re–versión si se quiere del arquetipo del fantasma: la difuminación del sujeto asegura paradójicamente su perpetuidad, y de paso la nuestra. A lo mejor el fantasma nos traerá noticias auspiciosas de un mundo mejor, nociones radicales de welfare, promesas de comunidades avanzadas, ecualizadas, extraterrestres, spielberianas... La remesa nos da esa clase de levantón propio de las mesas parlantes, y nos extrae momentáneamente de la laceración mecánica, monótona y aplicada del statu quo. Hablar con los muertos siempre ha sido cosa muy entretenida.
Pero estamos viendo cómo el diseño de las patologías migratorias está revirtiendo esta dinámica, dándonos de vuelta a nuestros muertos. Una cosa era recibir noticias ocasionales de los exiliados, encontrarse en el limbo divertido del skype o en el interregno emocional de la nostalgia y otra es reconcretizarlos en el orden social. En ese momento pierden instantáneamente su papel de muertos significativos y vuelven a ser burdos ciudadanos, con necesidades muy definidas en el paisaje laboral. Y no sólo eso: lejos de traernos buenas noticias, nos refieren la muerte del vergel capitalista. En el acto, se desmantela asimismo la ilusión de un flux regenerador, y nos enteramos que en la realidad nunca nada se mueve, como en la aporía de Zenón. En cierto sentido, todos los deportados provienen de Elea.
(Columna publicada el 23 de octubre de 2008.)
Después de ver cómo nuestros seres más queridos partieron (por razones políticas, o económicas, porque fueron objetos de alguna delincuencia radical, como el secuestro o la extorsión) tuvimos que llenar el vacío de su partida asignándoles un rol cultural muy extraño: el de dar legitimidad a todas nuestras frustraciones por medio del mito de los ausentes. Es una re–versión si se quiere del arquetipo del fantasma: la difuminación del sujeto asegura paradójicamente su perpetuidad, y de paso la nuestra. A lo mejor el fantasma nos traerá noticias auspiciosas de un mundo mejor, nociones radicales de welfare, promesas de comunidades avanzadas, ecualizadas, extraterrestres, spielberianas... La remesa nos da esa clase de levantón propio de las mesas parlantes, y nos extrae momentáneamente de la laceración mecánica, monótona y aplicada del statu quo. Hablar con los muertos siempre ha sido cosa muy entretenida.
Pero estamos viendo cómo el diseño de las patologías migratorias está revirtiendo esta dinámica, dándonos de vuelta a nuestros muertos. Una cosa era recibir noticias ocasionales de los exiliados, encontrarse en el limbo divertido del skype o en el interregno emocional de la nostalgia y otra es reconcretizarlos en el orden social. En ese momento pierden instantáneamente su papel de muertos significativos y vuelven a ser burdos ciudadanos, con necesidades muy definidas en el paisaje laboral. Y no sólo eso: lejos de traernos buenas noticias, nos refieren la muerte del vergel capitalista. En el acto, se desmantela asimismo la ilusión de un flux regenerador, y nos enteramos que en la realidad nunca nada se mueve, como en la aporía de Zenón. En cierto sentido, todos los deportados provienen de Elea.
(Columna publicada el 23 de octubre de 2008.)
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