El surfer
La sala de espera del centro de diagnóstico cuenta con un televisor, en donde corre uno de esos mismos videos que ponen a veces en los bancos para entretener a los que hacen fila.
Videos de perros haciendo malabarismos; virtuosos del yoyo; personas cayéndose torpemente... En la pantalla, ahora, un surfer progresa a toda velocidad a lo largo de una ola brillante, bajo un impecable cielo azul.
Los rostros de las personas –esperando acaso compungidos los resultados de algún examen delicado– son duros y son intensos. De vez en cuando una señora, entrada en años, suspira. Se nota que está enferma. Algo triste y sucio y amarillo se ha encriptado en su piel.
Hay un niño también. Primero es el niño quien mira a la señora y luego es la señora quien mira al niño, y en el niño crece entonces un miedo a morirse como nunca ha sentido alguno. A lo mejor ella recoge este instante de pavor, porque su mirada se hace de hecho más fría, más acuchillante.
No es que la señora sea una mala persona, es sólo que está cansada, y sobre todo está brava: hoy por la mañana ha tenido que ver de nuevo a ese doctor que tanto detesta (su hijo la obligó a hacerlo con un contundente: “te vestís y te callás”). Y el doctor la recibió con el mismo trato expeditivo, malhumorado, insensible de siempre. Un momento de gran humillación.
La señora vuelve a buscar al niño con la mirada, pero el niño ya la ha olvidado, y ahora está absorto viendo al surfer sobre la ola perfecta. Entonces la señora sube la mirada y mira la pantalla radiante, el mar resplandeciendo como un pedazo de eternidad. Hasta que su hijo, que estaba hasta ahora recogiendo los exámenes, aparece y dice, secamente: “ya estuvo”. Ella se levanta.
Y el niño –que también en ciertas mañanas vomita sin quererlo– decide que, cuando sea grande, va a ser surfer.
(Columna publicada el 30 de octubre de 2008.)
Videos de perros haciendo malabarismos; virtuosos del yoyo; personas cayéndose torpemente... En la pantalla, ahora, un surfer progresa a toda velocidad a lo largo de una ola brillante, bajo un impecable cielo azul.
Los rostros de las personas –esperando acaso compungidos los resultados de algún examen delicado– son duros y son intensos. De vez en cuando una señora, entrada en años, suspira. Se nota que está enferma. Algo triste y sucio y amarillo se ha encriptado en su piel.
Hay un niño también. Primero es el niño quien mira a la señora y luego es la señora quien mira al niño, y en el niño crece entonces un miedo a morirse como nunca ha sentido alguno. A lo mejor ella recoge este instante de pavor, porque su mirada se hace de hecho más fría, más acuchillante.
No es que la señora sea una mala persona, es sólo que está cansada, y sobre todo está brava: hoy por la mañana ha tenido que ver de nuevo a ese doctor que tanto detesta (su hijo la obligó a hacerlo con un contundente: “te vestís y te callás”). Y el doctor la recibió con el mismo trato expeditivo, malhumorado, insensible de siempre. Un momento de gran humillación.
La señora vuelve a buscar al niño con la mirada, pero el niño ya la ha olvidado, y ahora está absorto viendo al surfer sobre la ola perfecta. Entonces la señora sube la mirada y mira la pantalla radiante, el mar resplandeciendo como un pedazo de eternidad. Hasta que su hijo, que estaba hasta ahora recogiendo los exámenes, aparece y dice, secamente: “ya estuvo”. Ella se levanta.
Y el niño –que también en ciertas mañanas vomita sin quererlo– decide que, cuando sea grande, va a ser surfer.
(Columna publicada el 30 de octubre de 2008.)
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