El lugar sin máscaras
He visto las noticias, he externado mis opiniones, he seguido de cerca el gran delirio electoral en los Estados Unidos. Pero comprendan que eso nomás es un juego para mí –un juego de columnista, si gustan– porque en realidad yo lo que más deseo en esta vida es alejarme de todo aquello que tenga que ver con la política estadounidense, lujosa en miseria moral.
A veces, cuando pienso que El hombre unidimensional, de Marcuse, fue escrito hace casi cincuenta años, me da una tristeza que encanece. Porque todo sigue igual. Aunque no por mucho tiempo, creo yo. Pronto –muy pronto– habrá un colapso aterrador. El dólar no valdrá nada. Será otra Guerra de Secesión. Será memorable.
Muchos sienten una gran necesidad de agarrar para otro lado, de hallar otra manera de vivir, una más simple, menos vecina del consumo paranoico, su insaciable pozo bramando. Desean migrar hacia un lugar sin máscaras.
Entre las nociones que han surgido o resurgido con cierta intensidad últimamente está la de “simplicidad voluntaria”. La simplicidad voluntaria no es ascetismo; o es una visión muy realista del ascetismo tradicional. Consiste en renunciar inteligentemente a la acumulación compulsiva (no sólo material, sino también social, intelectual, espiritual) y en desechar intrépidamente lo inesencial (lo cuál implica trabajar sensiblemente menos) en pos de una existencia reveladora, ya sea artística, meditativa, filosófica, familiar, ecológica, o filantrópica, pero cuidándonos de no hacer de dicha existencia otra finca, otro patrimonio a cuidar.
No es que la “simplicidad voluntaria” aborrezca de las posesiones, ni mucho menos, pero de cierto no está al servicio de ellas, y en muchas maneras tiende hacia una frugalidad funcional que nos permita repensar radicalmente el concepto de tiempo libre. Es, si se quiere, una rajadura de monacato en el universo secular.
(Columna publicada el 6 de noviembre de 2008.)
A veces, cuando pienso que El hombre unidimensional, de Marcuse, fue escrito hace casi cincuenta años, me da una tristeza que encanece. Porque todo sigue igual. Aunque no por mucho tiempo, creo yo. Pronto –muy pronto– habrá un colapso aterrador. El dólar no valdrá nada. Será otra Guerra de Secesión. Será memorable.
Muchos sienten una gran necesidad de agarrar para otro lado, de hallar otra manera de vivir, una más simple, menos vecina del consumo paranoico, su insaciable pozo bramando. Desean migrar hacia un lugar sin máscaras.
Entre las nociones que han surgido o resurgido con cierta intensidad últimamente está la de “simplicidad voluntaria”. La simplicidad voluntaria no es ascetismo; o es una visión muy realista del ascetismo tradicional. Consiste en renunciar inteligentemente a la acumulación compulsiva (no sólo material, sino también social, intelectual, espiritual) y en desechar intrépidamente lo inesencial (lo cuál implica trabajar sensiblemente menos) en pos de una existencia reveladora, ya sea artística, meditativa, filosófica, familiar, ecológica, o filantrópica, pero cuidándonos de no hacer de dicha existencia otra finca, otro patrimonio a cuidar.
No es que la “simplicidad voluntaria” aborrezca de las posesiones, ni mucho menos, pero de cierto no está al servicio de ellas, y en muchas maneras tiende hacia una frugalidad funcional que nos permita repensar radicalmente el concepto de tiempo libre. Es, si se quiere, una rajadura de monacato en el universo secular.
(Columna publicada el 6 de noviembre de 2008.)
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