Qué lluvia
Qué lluvia. Entonces para calentarme un poco me voy a comprar leña, y resulta que la casa de la familia que me la vende ahora ya tiene piscina: un cenagal de por lo menos treinta centímetros de alto, y allí viven. ¿Cómo diablos van a sacar toda esa agua, me pregunto yo? El patojo me va trayendo los maderos como si fuese survivorman en los pantanos.
El río de Pana circula con aire violento, por debajo del puente de los coreanos, que por cierto se arruinó hace meses, y no hay señales de que alguien considere repararlo.
La vez pasada que se vino el huracán hasta depresión me paró dando. Sólo de andar respirando tanta atmósfera fungosa. La lluvia se quita la máscara de aguacero, pero queda su rostro de charco envenenado.
Nel, me dije: en condiciones como ésta sólo hay una cosa digna por hacer: migrar a la playa.
Y eso hice: a Monterrico. Agarré el carro; tuve que esquivar como, más o menos, cuatrocientos tres derrumbes, traspasar neblinas sólo vistas en pésimas adaptaciones cinematográficas de libros de Stephen King, y rezar porque en el Pacífico las cosas estuvieran más pacíficas, climáticamente hablando.
Y en efecto, el sol rielaba en el canal hasta el éxtasis. Igual pasar el carro no fue fácil, porque también acá el chaparrón había dejado su larva de humedades. De hecho, me fui por Taxisco, porque el otro lado estaba casi inutilizable: las llantas que desaparecen por completo en las pozas de agua, y si su carro es chiquito ya se lo llevó la gran diabla. El camino al hotel ya más parecía un recorrido para avistaje en aerolancha que un simple sendero de arena.
Lo bueno, como ya dije, es que no llovió, en todo el tiempo que anduve allí. Aunque la vacunada con la cuenta del hotel se encargó de desmoralizarme igual: como si el huracán Ike todito se me hubiera metido a la billetera. Tampoco me quejo tanto: puedo estar agradecido que mi casa no es ningún cenagal. Los guatemaltecos decimos a veces, acertadamente: nos está lloviendo verga.
(Columna publicada el 11 de septiembre de 2008.)
El río de Pana circula con aire violento, por debajo del puente de los coreanos, que por cierto se arruinó hace meses, y no hay señales de que alguien considere repararlo.
La vez pasada que se vino el huracán hasta depresión me paró dando. Sólo de andar respirando tanta atmósfera fungosa. La lluvia se quita la máscara de aguacero, pero queda su rostro de charco envenenado.
Nel, me dije: en condiciones como ésta sólo hay una cosa digna por hacer: migrar a la playa.
Y eso hice: a Monterrico. Agarré el carro; tuve que esquivar como, más o menos, cuatrocientos tres derrumbes, traspasar neblinas sólo vistas en pésimas adaptaciones cinematográficas de libros de Stephen King, y rezar porque en el Pacífico las cosas estuvieran más pacíficas, climáticamente hablando.
Y en efecto, el sol rielaba en el canal hasta el éxtasis. Igual pasar el carro no fue fácil, porque también acá el chaparrón había dejado su larva de humedades. De hecho, me fui por Taxisco, porque el otro lado estaba casi inutilizable: las llantas que desaparecen por completo en las pozas de agua, y si su carro es chiquito ya se lo llevó la gran diabla. El camino al hotel ya más parecía un recorrido para avistaje en aerolancha que un simple sendero de arena.
Lo bueno, como ya dije, es que no llovió, en todo el tiempo que anduve allí. Aunque la vacunada con la cuenta del hotel se encargó de desmoralizarme igual: como si el huracán Ike todito se me hubiera metido a la billetera. Tampoco me quejo tanto: puedo estar agradecido que mi casa no es ningún cenagal. Los guatemaltecos decimos a veces, acertadamente: nos está lloviendo verga.
(Columna publicada el 11 de septiembre de 2008.)
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