Los gusanos de la noche
Son las 4:21 de la mañana y una hora buena como cualquiera para escribir una columna. La avenida allá abajo (vivo en un quinto piso) está muerta. Muerta, no: ocasionalmente un taxi (¿con cuáles criaturas últimas y fermentadas, viniendo de cuáles orgías memorables?) pasa con un cierto sentido de discreción clandestina. En otros tiempos era yo quien traspasaba la ciudad a estas horas, completamente desfigurado por el pánico de haber vivido aventuras ciertamente varonas. De toda esa época me queda en el corazón una vieja esquina de aguardiente que jamás se borrará del todo.
Un avión (caerá más tarde o no) va desplazándose con pesadez y con gran estruendo; incluso alguna alarma de carro se ha activado. Se aleja. Su vuelo deja una estela que tarda en desaparecer, como la atmósfera de ciertos amigos que ya no están. A las 4:30 de la mañana el aire es más limpio (los gusanos de la noche se han encargado de limpiarlo) y está libre del smog que volverá a saturar samsáricamente el espacio a lo largo del día.
En verdad una hora magnífica, y recuerdo esa canción tocada por Wynton Marsalis, In the wee small hours of the morning. Yo diría que es una hora claramente biográfica: mi historia entera se agolpa en una sola imagen sintetizada, en una manera del farol de proyectar su luz, serenamente. Es factible decir –a estas alturas– que ya no seré mucho menos egoísta de lo que he llegado a ser
y eso, naturalmente, entristece a cualquiera.
Tantos ruidos que uno puede absorber en una madrugada como ésta. Por ejemplo, disparos: alguien vaciando, en una catarsis corta y descarriada, la tolva al aire. O los pasos breves, irregulares, sinódicos, de unos tacones a lo lejos (parece muy cinematográfico, pero pasa). Y si uno de veras se pone atento, podrá incluso escuchar el ruido de alguien que prende un cigarro mientras mira el semáforo parpadear, y sin tener donde dormir.
(Columna publicada el 4 de septiembre de 2008.)
Un avión (caerá más tarde o no) va desplazándose con pesadez y con gran estruendo; incluso alguna alarma de carro se ha activado. Se aleja. Su vuelo deja una estela que tarda en desaparecer, como la atmósfera de ciertos amigos que ya no están. A las 4:30 de la mañana el aire es más limpio (los gusanos de la noche se han encargado de limpiarlo) y está libre del smog que volverá a saturar samsáricamente el espacio a lo largo del día.
En verdad una hora magnífica, y recuerdo esa canción tocada por Wynton Marsalis, In the wee small hours of the morning. Yo diría que es una hora claramente biográfica: mi historia entera se agolpa en una sola imagen sintetizada, en una manera del farol de proyectar su luz, serenamente. Es factible decir –a estas alturas– que ya no seré mucho menos egoísta de lo que he llegado a ser
y eso, naturalmente, entristece a cualquiera.
Tantos ruidos que uno puede absorber en una madrugada como ésta. Por ejemplo, disparos: alguien vaciando, en una catarsis corta y descarriada, la tolva al aire. O los pasos breves, irregulares, sinódicos, de unos tacones a lo lejos (parece muy cinematográfico, pero pasa). Y si uno de veras se pone atento, podrá incluso escuchar el ruido de alguien que prende un cigarro mientras mira el semáforo parpadear, y sin tener donde dormir.
(Columna publicada el 4 de septiembre de 2008.)
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