Nadar y nadar
No soy ningún engazado, en realidad poco me interesan las Olimpiadas, en comparación a otras personas, pero me puse a ver un rato la natación de mujeres, el otro día.
Revisité mi historia personal como nadador, y concluí, luego de un largo suspiro, que como muchas otras cosas que he emprendido en la vida, no tengo nada muy glorioso que decir al respecto. Felizmente, estas columnas no están hechas de gloria, sino de humillación, demérito y deshonra incalculables.
Así por ejemplo, recuerdo aquella desagradable ocasión cuando por accidente una chava me empujó impróvidamente a la piscina, siendo yo un miserable chipuste, una micropartícula de ser humano. Ella por verme en calzoneta asumió que yo sabía flotar, y desde luego no era el caso. Y no sólo me empujó sino que después continuó tal cual su camino, sin advertir que yo me estaba ahogando allí abajo. Tuve que salir solito, luego de tragarme la piscina clorada entera.
Eventualmente, mi madre me metió a clases de natación. Se trata de esas clases de natación en donde el profesor, el muy ingrato, te pide que nadés hacia él pero se va haciendo subrepticiamente hacia atrás, de modo que terminás nadando el triple de la distancia original concertada, y no hace falta decir que cuando llegás finalmente a sus brazos, es precisando resucitación cardiopulmonar.
En el colegio, cuánto odiaba yo ir a nadar a la piscina, cuyas aguas bien podían emular las aguas del ártico. Ya de por sí, es un tanto conflictuante eso de cambiarse en el vestidor junto a otros pisaditos del mismo sexo –un auténtico destazadero freudiano. Pero además comprobar, ya metido en la piscina, que quedaba yo entre los últimos, entre los friks, entre los parias del deporte... Esta clase de recuerdos me asaltan, mientras la zimbabuense Kirsty Coventry bate récord mundial, en 100 metros espalda.
(Columna publicada el 14 de agosto de 2007.)
Revisité mi historia personal como nadador, y concluí, luego de un largo suspiro, que como muchas otras cosas que he emprendido en la vida, no tengo nada muy glorioso que decir al respecto. Felizmente, estas columnas no están hechas de gloria, sino de humillación, demérito y deshonra incalculables.
Así por ejemplo, recuerdo aquella desagradable ocasión cuando por accidente una chava me empujó impróvidamente a la piscina, siendo yo un miserable chipuste, una micropartícula de ser humano. Ella por verme en calzoneta asumió que yo sabía flotar, y desde luego no era el caso. Y no sólo me empujó sino que después continuó tal cual su camino, sin advertir que yo me estaba ahogando allí abajo. Tuve que salir solito, luego de tragarme la piscina clorada entera.
Eventualmente, mi madre me metió a clases de natación. Se trata de esas clases de natación en donde el profesor, el muy ingrato, te pide que nadés hacia él pero se va haciendo subrepticiamente hacia atrás, de modo que terminás nadando el triple de la distancia original concertada, y no hace falta decir que cuando llegás finalmente a sus brazos, es precisando resucitación cardiopulmonar.
En el colegio, cuánto odiaba yo ir a nadar a la piscina, cuyas aguas bien podían emular las aguas del ártico. Ya de por sí, es un tanto conflictuante eso de cambiarse en el vestidor junto a otros pisaditos del mismo sexo –un auténtico destazadero freudiano. Pero además comprobar, ya metido en la piscina, que quedaba yo entre los últimos, entre los friks, entre los parias del deporte... Esta clase de recuerdos me asaltan, mientras la zimbabuense Kirsty Coventry bate récord mundial, en 100 metros espalda.
(Columna publicada el 14 de agosto de 2007.)
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