Arde Medea
Me dio mucho gusto ir el viernes pasado a ver a Patricia Orantes al teatro de cámara, en su representación de Medea.
Hace mucho tiempo que no sabía nada de Patricia, pero el otro día me envió un correo, invitándome a ver la obra.
Imposible recordar en donde la conocí, hace varios años ya; es reconfortante saber que su persistencia en el teatro sigue inalterada, su devoción por los papeles profundos, su canto escénico…
El destino de los genuinos hombres–mujeres de teatro es muy extraño: cada función prologa a otra función que prologa a otra función: ad infinitum. Y sin embargo cada función es, en sí misma, una expiración y una inmolación. Una suerte de suicidio, puesto que nunca una función será igual a la otra. Así que una temporada no es otra cosa que un collar de muertes fulgurantes y compartimentalizadas, que un día se rompe de una vez por todas.
La primera y única vez que hice actuación teatral, lo hice porque Patricia me invitó a participar en una obrita superinteresante junto a Rayuela. ¿Por qué confió en que yo podía actuar? No lo sé. Creo que no supe estar a la altura de su confianza, pero agradezco el gesto, porque me permitió ver cómo se montaba una cosa de éstas desde dentro.
Me parece que la labor de Rayuela es heroica, y que no le han dado el suficiente reconocimiento. Son ellos más que nadie quienes han defendido el rostro del teatro serio. Carecen de recursos vistosos, pero han querido darle dignidad a lo que hacen. Eligen por lo mismo obras –así el caso de Medea– que no contienen una caterva de personajes, y optan por una escenografía breve, casi imaginaria. Se concentran más bien en la actuación, y en el poder del texto (de Jean Anouihl, en este caso).
Patricia tuvo unos momentos muy logrados, muy ardientes, el viernes. Era la última representación. Se rompió el collar.
(Columna publicada el 3 de mayo de 2007.)
Hace mucho tiempo que no sabía nada de Patricia, pero el otro día me envió un correo, invitándome a ver la obra.
Imposible recordar en donde la conocí, hace varios años ya; es reconfortante saber que su persistencia en el teatro sigue inalterada, su devoción por los papeles profundos, su canto escénico…
El destino de los genuinos hombres–mujeres de teatro es muy extraño: cada función prologa a otra función que prologa a otra función: ad infinitum. Y sin embargo cada función es, en sí misma, una expiración y una inmolación. Una suerte de suicidio, puesto que nunca una función será igual a la otra. Así que una temporada no es otra cosa que un collar de muertes fulgurantes y compartimentalizadas, que un día se rompe de una vez por todas.
La primera y única vez que hice actuación teatral, lo hice porque Patricia me invitó a participar en una obrita superinteresante junto a Rayuela. ¿Por qué confió en que yo podía actuar? No lo sé. Creo que no supe estar a la altura de su confianza, pero agradezco el gesto, porque me permitió ver cómo se montaba una cosa de éstas desde dentro.
Me parece que la labor de Rayuela es heroica, y que no le han dado el suficiente reconocimiento. Son ellos más que nadie quienes han defendido el rostro del teatro serio. Carecen de recursos vistosos, pero han querido darle dignidad a lo que hacen. Eligen por lo mismo obras –así el caso de Medea– que no contienen una caterva de personajes, y optan por una escenografía breve, casi imaginaria. Se concentran más bien en la actuación, y en el poder del texto (de Jean Anouihl, en este caso).
Patricia tuvo unos momentos muy logrados, muy ardientes, el viernes. Era la última representación. Se rompió el collar.
(Columna publicada el 3 de mayo de 2007.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario