Ya voy tarde
Cada cierto tiempo, le toca a un hombre como yo caminar de su casa a la clínica del psiquiatra, y morirse unas cuántas veces.
O un montón de veces. Unas trescientas sesenta y cinco veces, por decir algo. Dejar un montón de pieles en la acera, un montón de ligamentos, un montón de salivas, un montón de órganos de variables dimensiones, y un montón de cabezas, que al cabo de las horas explotan, estallan contra los vidrios de los bancos. Esta tradición mía de morir múltiplemente mientras me dirijo a la clínica de mi psiquiatra –como otros se dirigen a Esquipulas para ver al Cristo– data de tiempo atrás.
Si quiero llegar a la clínica de mi psiquiatra debo traspasar tempestades de humo y sortear a los Asesinos Hacedores de Shucos. Están por doquier. Peligrosísimos. Aún así, me gusta –porque me gusta– este lento andar, esta misión impecable: la reivindicación de mi propia Salud Mental. De vez en cuando, me detengo a lamer un cajero automático. Y de vez en cuando, al cajero automático le gusta que yo lo acaricie con la lengua.
Por lo general, los demás transeúntes me miran, no con simple urbanidad: con respeto. “Allí va el Denso, el Espeso”, dicen, se persignan. Pero hay unos que son Densos ellos también. Nos reconocemos mutuamente, pero no podemos hacer nada los unos por los otros, salvo acaso rascarnos un poco la cabeza. Lo mejor es seguir el propio camino, y sentarse a contemplar los semáforos, los policías de tránsito. Eso relaja mucho.
Por debajo de la avenida, corren ríos de paroxitina. Hay que ver a todos esos niños de la calle, bebiendo, como beben las bestias.
El reloj me indica, me señala que debo apresurar el paso, que ya voy tarde.
Siempre tendré conmigo este largo descenso de cuadras caminadas: de aquí a la clínica del psiquiatra. Así es como un hombre como yo le dice adiós al 2006.
(Columna publicada el 28 de diciembre de 2006.)
O un montón de veces. Unas trescientas sesenta y cinco veces, por decir algo. Dejar un montón de pieles en la acera, un montón de ligamentos, un montón de salivas, un montón de órganos de variables dimensiones, y un montón de cabezas, que al cabo de las horas explotan, estallan contra los vidrios de los bancos. Esta tradición mía de morir múltiplemente mientras me dirijo a la clínica de mi psiquiatra –como otros se dirigen a Esquipulas para ver al Cristo– data de tiempo atrás.
Si quiero llegar a la clínica de mi psiquiatra debo traspasar tempestades de humo y sortear a los Asesinos Hacedores de Shucos. Están por doquier. Peligrosísimos. Aún así, me gusta –porque me gusta– este lento andar, esta misión impecable: la reivindicación de mi propia Salud Mental. De vez en cuando, me detengo a lamer un cajero automático. Y de vez en cuando, al cajero automático le gusta que yo lo acaricie con la lengua.
Por lo general, los demás transeúntes me miran, no con simple urbanidad: con respeto. “Allí va el Denso, el Espeso”, dicen, se persignan. Pero hay unos que son Densos ellos también. Nos reconocemos mutuamente, pero no podemos hacer nada los unos por los otros, salvo acaso rascarnos un poco la cabeza. Lo mejor es seguir el propio camino, y sentarse a contemplar los semáforos, los policías de tránsito. Eso relaja mucho.
Por debajo de la avenida, corren ríos de paroxitina. Hay que ver a todos esos niños de la calle, bebiendo, como beben las bestias.
El reloj me indica, me señala que debo apresurar el paso, que ya voy tarde.
Siempre tendré conmigo este largo descenso de cuadras caminadas: de aquí a la clínica del psiquiatra. Así es como un hombre como yo le dice adiós al 2006.
(Columna publicada el 28 de diciembre de 2006.)
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