Las ratas en la soga
Me enteré de la muerte de Sadam Hussein en Petén. Estaba en una tienda de artesanías; había un televisor encendido; la noticia me dejó frío.
El medio elegido para la ejecución fue la horca: una soga gruesa, cinematográfica. Es curioso, pero unos días antes había tenido unas ganas medio enfermizas de revisitar uno de mis cuentos preferidos de infancia: La casa del juez, de Bram Stoker. Habían transcurrido por lo menos veinte años desde la última vez que lo había leído. Es una historia fantástica cuyo motivo central es, justamente, la horca. A estas alturas del partido, ya no creo en las coincidencias.
Jamás he visto a nadie ser ahorcado, pero sí tengo en mente la película de Lars Von Trier, Dancer in the Dark, que ya dice bastante, o incluso lo dice todo.
El hecho de que su muerte haya sido filmada no es tampoco arbitrario. Tenía que ser así. Puesto que Sadam Hussein fue antes una imagen que un ser real. Así lo quiso él, y así lo quisieron todos aquellos que lo utilizaron en la caótica cruzada del golfo. He ahí su verdadera condena e inmolación: en el momento más real, más inasible, de su existencia –su muerte biológica– alguien lo filmó, disecándolo una vez más, espectacularizándolo de nuevo. Y con un teléfono celular. Casi da risa.
En realidad hay tantas cosas que dan risa sobre el final de Hussein. Por ejemplo: sus restos fueron trasladados en un helicóptero del ejército estadounidense hacia el mismo cementerio en dónde descansan sus hijos –Uday y Qusay– ejecutados por ese mismo ejército estadounidense. Es un loop metafórico, que describe de cierto modo su vida política.
Todas esas ratas, bajando y subiendo por la soga, como en la escalera de Jacobo.
Me da pena por los iraquíes. Han vivido tanto en tan poco tiempo. Les tomará siglos procesarlo.
(Columna publicada el 4 de enero de 2007.)
El medio elegido para la ejecución fue la horca: una soga gruesa, cinematográfica. Es curioso, pero unos días antes había tenido unas ganas medio enfermizas de revisitar uno de mis cuentos preferidos de infancia: La casa del juez, de Bram Stoker. Habían transcurrido por lo menos veinte años desde la última vez que lo había leído. Es una historia fantástica cuyo motivo central es, justamente, la horca. A estas alturas del partido, ya no creo en las coincidencias.
Jamás he visto a nadie ser ahorcado, pero sí tengo en mente la película de Lars Von Trier, Dancer in the Dark, que ya dice bastante, o incluso lo dice todo.
El hecho de que su muerte haya sido filmada no es tampoco arbitrario. Tenía que ser así. Puesto que Sadam Hussein fue antes una imagen que un ser real. Así lo quiso él, y así lo quisieron todos aquellos que lo utilizaron en la caótica cruzada del golfo. He ahí su verdadera condena e inmolación: en el momento más real, más inasible, de su existencia –su muerte biológica– alguien lo filmó, disecándolo una vez más, espectacularizándolo de nuevo. Y con un teléfono celular. Casi da risa.
En realidad hay tantas cosas que dan risa sobre el final de Hussein. Por ejemplo: sus restos fueron trasladados en un helicóptero del ejército estadounidense hacia el mismo cementerio en dónde descansan sus hijos –Uday y Qusay– ejecutados por ese mismo ejército estadounidense. Es un loop metafórico, que describe de cierto modo su vida política.
Todas esas ratas, bajando y subiendo por la soga, como en la escalera de Jacobo.
Me da pena por los iraquíes. Han vivido tanto en tan poco tiempo. Les tomará siglos procesarlo.
(Columna publicada el 4 de enero de 2007.)
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