Y nada más
Ni pesquisas policíacas interpolescas, ni gestiones diplomáticas verdaderamente eficaces, ni juicios monstruosamente simbólicos, tipo Hussein. Pinochet murió de viejito, y nada más. La historia no supo improvisar con él algo menos ordinario.
En su cubierta, en su aspecto, se notaba que su final iba a ser mediocre.
Son muchos los generales que envejecen viendo cómo sus insignias, ellas, no envejecen; envejecen sin comprender cómo sus uniformes fueron a encallar en el clóset de la reconciliación, siendo la ironía que no se arrugaban, a diferencia de ellos mismos. Aquellos que antes tuvieron un poder descomunal, hoy tiemblan, mecidos por el oleaje progresivo del alzheimer. El caso de Pinochet es muy pobre, puesto que estuvo a punto de vivir un último episodio paradigmático: el veredicto formal sobre su propia persona. Pero ya no le dio tiempo. Milosevic tuvo, en cierta forma, esa última fama.
Nos quedamos con el sabor amargo a final no resuelto. Lo mismo puede que suceda con Ríos Montt. Casos de injusticia nucleares que sin embargo se van disolviendo diagonalmente, not with a bang with a whimper. Procrastinar es la última comodidad de los pueblos latinoamericanos. Esperar pacientemente la muerte de sus verdugos. Fidel.
Anunciaron los periódicos que no habrían exequias por parte del estado. En la televisión, se miraba en close up el orgullo patriotero de los que gustosamente se pondrían a eviscerar comunistas con el cuchillo de cocina, dada la oportunidad. Sobran los caraduras que dicen que Chile no sería lo que hoy sería si no fuera por el general. Y los otros celebraban, en la pantalla, sin darse cuenta de que no hay nada de profundo ni meritorio ni sacramental ni anunciador ni justo en la manera en que Pinochet murió. Simplemente murió. Pero todos nos vamos a morir algún día.
(Columna publicada el 14 de diciembre de 2006.)
En su cubierta, en su aspecto, se notaba que su final iba a ser mediocre.
Son muchos los generales que envejecen viendo cómo sus insignias, ellas, no envejecen; envejecen sin comprender cómo sus uniformes fueron a encallar en el clóset de la reconciliación, siendo la ironía que no se arrugaban, a diferencia de ellos mismos. Aquellos que antes tuvieron un poder descomunal, hoy tiemblan, mecidos por el oleaje progresivo del alzheimer. El caso de Pinochet es muy pobre, puesto que estuvo a punto de vivir un último episodio paradigmático: el veredicto formal sobre su propia persona. Pero ya no le dio tiempo. Milosevic tuvo, en cierta forma, esa última fama.
Nos quedamos con el sabor amargo a final no resuelto. Lo mismo puede que suceda con Ríos Montt. Casos de injusticia nucleares que sin embargo se van disolviendo diagonalmente, not with a bang with a whimper. Procrastinar es la última comodidad de los pueblos latinoamericanos. Esperar pacientemente la muerte de sus verdugos. Fidel.
Anunciaron los periódicos que no habrían exequias por parte del estado. En la televisión, se miraba en close up el orgullo patriotero de los que gustosamente se pondrían a eviscerar comunistas con el cuchillo de cocina, dada la oportunidad. Sobran los caraduras que dicen que Chile no sería lo que hoy sería si no fuera por el general. Y los otros celebraban, en la pantalla, sin darse cuenta de que no hay nada de profundo ni meritorio ni sacramental ni anunciador ni justo en la manera en que Pinochet murió. Simplemente murió. Pero todos nos vamos a morir algún día.
(Columna publicada el 14 de diciembre de 2006.)
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