WWNY
No está mal volver a Nueva York. Se puede ir muy a gusto por las calles de esta ciudad whitmaniana (WW es mi compañero de viaje en esta cruzada dislocadora, neuropática) que representa lo más fabuloso del espíritu norteamericano… A condición, claro está, de no forzar Su Voluntad. Porque entonces esta ciudad te sopla malos sueños por el culo.
Es que la vida mental de Nueva York es violenta. La eterna danza de la ansiedad. Hay paraguas heridos, en la acera, venidos desde quién sabe qué distancias, cuáles manos, arrastrados por qué vientos. La gente camina, camina, camina, y la única razón por la cuál no colisionan unos con otros es que porque son guiados por una especie de inteligencia cinética superior.
En lo personal puedo decir que la única forma de caminar en NY es con los dedos manchados de tinta, escribiendo su magnífica luz y su noche oscura, y evitando las miradas que te evitan, porque de lo contrario te vuelves loco buscándolas. Miradas oblicuas del metro, miradas que no se atreven a darse del todo, jamás alcanzan a posarse sobre ti, sobre algo.
Por estos días, el frío empieza a reclamar su reino. Y conviene refugiarse, meterse, por ejemplo, en un restaurancito africano, a contemplar el aire sibilante de Brooklyn. Y luego volver a salir, por ejemplo a los parques, a contemplar amarillos que se derraman desde los árboles, hojas que son pájaros que son hojas… Un remanso en medio de la locura. En medio del tráfago, siempre habrá un oasis, una iglesia metodista salida de la nada (“Upon a watchtower I stand…”), una tienda con objetos impensables, un museo.
Por la mañana me levanto, y me doy cuenta, para mi satisfacción y la satisfacción de Carl Gustav Jung, a quién debemos el concepto de sincronicidad, que el edificio de enfrente se llama: “Walt Whitman Houses”.
(Columna publicada el 23 de noviembre de 2006.)
Es que la vida mental de Nueva York es violenta. La eterna danza de la ansiedad. Hay paraguas heridos, en la acera, venidos desde quién sabe qué distancias, cuáles manos, arrastrados por qué vientos. La gente camina, camina, camina, y la única razón por la cuál no colisionan unos con otros es que porque son guiados por una especie de inteligencia cinética superior.
En lo personal puedo decir que la única forma de caminar en NY es con los dedos manchados de tinta, escribiendo su magnífica luz y su noche oscura, y evitando las miradas que te evitan, porque de lo contrario te vuelves loco buscándolas. Miradas oblicuas del metro, miradas que no se atreven a darse del todo, jamás alcanzan a posarse sobre ti, sobre algo.
Por estos días, el frío empieza a reclamar su reino. Y conviene refugiarse, meterse, por ejemplo, en un restaurancito africano, a contemplar el aire sibilante de Brooklyn. Y luego volver a salir, por ejemplo a los parques, a contemplar amarillos que se derraman desde los árboles, hojas que son pájaros que son hojas… Un remanso en medio de la locura. En medio del tráfago, siempre habrá un oasis, una iglesia metodista salida de la nada (“Upon a watchtower I stand…”), una tienda con objetos impensables, un museo.
Por la mañana me levanto, y me doy cuenta, para mi satisfacción y la satisfacción de Carl Gustav Jung, a quién debemos el concepto de sincronicidad, que el edificio de enfrente se llama: “Walt Whitman Houses”.
(Columna publicada el 23 de noviembre de 2006.)
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