Vida en los Andes
Morbo talvez, pero me atrae –porque me aterra– la circunstancia física de toda muerte violenta. Por ello imaginaba yo la semana pasada un accidente vial, tambien un accidente naval, aunque me faltó por cierto imaginar lo que podría ser un accidente aéreo. No voy a especular con eso esta vez, pues cualquier fantasía que mi mente logre determinar no podrá ser nunca tan terrible, nunca tan perentoria, tan exacta, irreal, grotesca y esperanzadora, como el relato que hoy nos presentan los uruguayos Roberto Canessa y Carlos Paéz en la Universidad Francisco Marroquín.
Ellos son dos de los dieciséis sobrevivientes de la desgracia aérea ocurrida hace unos treinta años en los Andes gélidos, cuyo único fin, podría parecer, es demostrar la fragilidad del ser humano ante la naturaleza. Respeto. Esos picos merecen nuestro respeto, recordatorio monumental y anciano de que la vida tal como la concebimos es un capricho del ser, con suerte un regalo, algo en todo caso ajeno a nuestra usual soberbia. Cualquier día de éstos, nuestras burbujas de confort revientan en uno de esos picos. ¿Estaremos listos para tal acontecimiento?
Los que vieron el filme Alive conocen la historia. Estas personas sobrevivieron no sólo al accidente en sí sino además al hambre (al punto que los vivos tuvieron que comer a los muertos, convivir biológicamente con ellos), el frío descomunal, una avalancha, y el desaliento espiritual, moral y psicológico que supone estar setenta y dos días varados en las condiciones mejor hiladas por la muerte. Y habrá que agregar a todo eso –no es menos– sobrevivir al trauma, al miedo, al absurdo.
No existe el milagro perfecto, varios no regresaron. Pero esos dieciseis seres humanos que tuvieron la oportunidad de contar su experiencia ensancharon la experiencia general del ser humano y corrieron de un modo extraordinario las fronteras de la fe. Damos la bienvenida a Guatemala a los doctores Páez y Canessa.
(Columna publicada el 18 de agosto de 2005)
Ellos son dos de los dieciséis sobrevivientes de la desgracia aérea ocurrida hace unos treinta años en los Andes gélidos, cuyo único fin, podría parecer, es demostrar la fragilidad del ser humano ante la naturaleza. Respeto. Esos picos merecen nuestro respeto, recordatorio monumental y anciano de que la vida tal como la concebimos es un capricho del ser, con suerte un regalo, algo en todo caso ajeno a nuestra usual soberbia. Cualquier día de éstos, nuestras burbujas de confort revientan en uno de esos picos. ¿Estaremos listos para tal acontecimiento?
Los que vieron el filme Alive conocen la historia. Estas personas sobrevivieron no sólo al accidente en sí sino además al hambre (al punto que los vivos tuvieron que comer a los muertos, convivir biológicamente con ellos), el frío descomunal, una avalancha, y el desaliento espiritual, moral y psicológico que supone estar setenta y dos días varados en las condiciones mejor hiladas por la muerte. Y habrá que agregar a todo eso –no es menos– sobrevivir al trauma, al miedo, al absurdo.
No existe el milagro perfecto, varios no regresaron. Pero esos dieciseis seres humanos que tuvieron la oportunidad de contar su experiencia ensancharon la experiencia general del ser humano y corrieron de un modo extraordinario las fronteras de la fe. Damos la bienvenida a Guatemala a los doctores Páez y Canessa.
(Columna publicada el 18 de agosto de 2005)
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