Tsunami
Esquivar fantasmas mentales: sortear, driblar. Y esa cosa maravillosa: observar el lago de Izabal.
El paisaje ha sido cosido con el hilo demasiado sutil de la serenidad y una muy harto bella luz se ha mineralizado en el agua. Oportuna, la brisa limpia, desmiente. Los fantasmas mentales se esfuman por completo.
No he leído los periódicos, no he visto las televisiones, no he abierto los browsers. Ajeno al orden del mundo, me considero un huésped de algo grande y no espantoso.
Así permanezco, durante un par de horas. Luego me levanto, me sacudo la arena, me voy adentro, con los demás. Y entonces Adela me lo cuenta todo: el tsunami, y su espantosa estadística, el persistente conteo absurdo. No, no, no. No vine a Izabal a escuchar esto. Pero si hace un momento estaba vacío. Estaba bien.
Corro hacia afuera. Me vuelvo a sentar frente al lago, frente a las garzas haciendo contacto con el infinito, frente al delicado horizonte, frente a las partículas de luz en el agua, frente a las eventuales nubes bizantinas, los muelles en la distancia… Quiero volver a sentir lo que estaba sintiendo, hace un momento solamente, esa paz, formidable paz…
Un viento transformado se levanta con ímpetu. En lugar de apaciguarme, el lago comienza a generar ondulaciones inquietantes, y luego se aleja, inexplicablemente, de mí, sólo para volver, de pronto, con una fuerza milagrosa y oscura, y entre sus aguas, enredados, vienen los cuerpos asiáticos de miles y miles de muertos, amarillentos, peristálticos, gaseosos, hinchados, enorme charco de vísceras, depósito de organismos dislocados, y el agua se lo lleva todo, se lo lleva absolutamente todo, y por un momento, cuando el lago –que no puedo esquivar, sortear, driblar– me lleva a mí también, vuelvo a sentirme vacío, me vuelvo a sentir bien, también los demás.
(Columna publicada el 6 de enero de 2005.)
El paisaje ha sido cosido con el hilo demasiado sutil de la serenidad y una muy harto bella luz se ha mineralizado en el agua. Oportuna, la brisa limpia, desmiente. Los fantasmas mentales se esfuman por completo.
No he leído los periódicos, no he visto las televisiones, no he abierto los browsers. Ajeno al orden del mundo, me considero un huésped de algo grande y no espantoso.
Así permanezco, durante un par de horas. Luego me levanto, me sacudo la arena, me voy adentro, con los demás. Y entonces Adela me lo cuenta todo: el tsunami, y su espantosa estadística, el persistente conteo absurdo. No, no, no. No vine a Izabal a escuchar esto. Pero si hace un momento estaba vacío. Estaba bien.
Corro hacia afuera. Me vuelvo a sentar frente al lago, frente a las garzas haciendo contacto con el infinito, frente al delicado horizonte, frente a las partículas de luz en el agua, frente a las eventuales nubes bizantinas, los muelles en la distancia… Quiero volver a sentir lo que estaba sintiendo, hace un momento solamente, esa paz, formidable paz…
Un viento transformado se levanta con ímpetu. En lugar de apaciguarme, el lago comienza a generar ondulaciones inquietantes, y luego se aleja, inexplicablemente, de mí, sólo para volver, de pronto, con una fuerza milagrosa y oscura, y entre sus aguas, enredados, vienen los cuerpos asiáticos de miles y miles de muertos, amarillentos, peristálticos, gaseosos, hinchados, enorme charco de vísceras, depósito de organismos dislocados, y el agua se lo lleva todo, se lo lleva absolutamente todo, y por un momento, cuando el lago –que no puedo esquivar, sortear, driblar– me lleva a mí también, vuelvo a sentirme vacío, me vuelvo a sentir bien, también los demás.
(Columna publicada el 6 de enero de 2005.)
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