Trópicos y psicotrópicos
Esta columna también podría llamarse “Muerte en Mariscos”. A gusto del cliente.
Estaba yo en Mariscos, Izabal, exactamente en una hamaca, exactamente durmiendo, cuando escuché una ametralladora. Maldije en el acto al que inventó los cohetes, y por lo menos a setenta y siete miembros de su familia, por haberme distraído de mi trascendente, superior, genésico y demiúrgico ocio creativo, pero pronto me di cuenta que se trataba de una ametralladora, es cierto, pero no de cohetes, no: una ametralladora de verdad, de las que tac tac tac tac y todos al suelo.
Puros plomazos.
Y todos al suelo. Al poco tiempo, vislumbramos a un tipo bajar por el camino de tierra, bañado en sangre –no como el Cristo de Mel Gibson, pero digamos que bastante bañado en sangre– y el arma en la mano; se refugió en una casa cercana a la nuestra. Más tarde la policía llegó a buscarlo. Nunca vi que lo sacaran, pero alguien afirmó que se lo llevaron por el otro lado.
Nos pusimos bastante nerviosos. Aquel que ha estado en medio de una balacera, o con una pistola montada en la cabeza, sabe, debería de saber, sabrá eventualmente, que el azar es la gasolina más ágil, más irónica, más increíble, y más real: que se disuelve como polvo fino en la sangre.
Finalmente no ocurrió nada. Nuestro gran miedo era que entraran al terreno, y se pusieron a intercambiar plomos en el jardín, o peor aún, en la cocina.
Llegué al lugar de la matanza y ya una muchedumbre –mirona y pueril, como todas las muchedumbres– se me había adelantado. El carro tenía perforaciones por cualquier lado, y adentro, tres muertos. Los emboscaron; les dieron tiro de gracia. Una vendetta de coca, para qué dudarlo.
Unos momentos antes, yo dormía.
Así es la vida en el narcotrópico.
(Columna publicada el 15 de abril de 2004.)
Estaba yo en Mariscos, Izabal, exactamente en una hamaca, exactamente durmiendo, cuando escuché una ametralladora. Maldije en el acto al que inventó los cohetes, y por lo menos a setenta y siete miembros de su familia, por haberme distraído de mi trascendente, superior, genésico y demiúrgico ocio creativo, pero pronto me di cuenta que se trataba de una ametralladora, es cierto, pero no de cohetes, no: una ametralladora de verdad, de las que tac tac tac tac y todos al suelo.
Puros plomazos.
Y todos al suelo. Al poco tiempo, vislumbramos a un tipo bajar por el camino de tierra, bañado en sangre –no como el Cristo de Mel Gibson, pero digamos que bastante bañado en sangre– y el arma en la mano; se refugió en una casa cercana a la nuestra. Más tarde la policía llegó a buscarlo. Nunca vi que lo sacaran, pero alguien afirmó que se lo llevaron por el otro lado.
Nos pusimos bastante nerviosos. Aquel que ha estado en medio de una balacera, o con una pistola montada en la cabeza, sabe, debería de saber, sabrá eventualmente, que el azar es la gasolina más ágil, más irónica, más increíble, y más real: que se disuelve como polvo fino en la sangre.
Finalmente no ocurrió nada. Nuestro gran miedo era que entraran al terreno, y se pusieron a intercambiar plomos en el jardín, o peor aún, en la cocina.
Llegué al lugar de la matanza y ya una muchedumbre –mirona y pueril, como todas las muchedumbres– se me había adelantado. El carro tenía perforaciones por cualquier lado, y adentro, tres muertos. Los emboscaron; les dieron tiro de gracia. Una vendetta de coca, para qué dudarlo.
Unos momentos antes, yo dormía.
Así es la vida en el narcotrópico.
(Columna publicada el 15 de abril de 2004.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario