Thermomix
No sé si deba contar esto o no. El Fariseo me ha dicho que, en lo que a él respecta, no observa ningún inconveniente con las publicaciones que estoy haciendo en torno a su persona. Más que halagarlo, lo divierte que lo tome como objeto de mis columnas. La verdad es que el Fariseo me tiene medio fascinado. Y él lo sabe.
Cuando digo que me tiene medio fascinado, lo digo en dos sentidos. El primero es que he desarrollado por su persona una honda admiración, una suerte de embrujo beato, incluso he adquirido el hábito torpe de imitar su forma de hablar. Considero que el Fariseo es un espécimen sin parangón en la intelectualidad guatemalteca, una cabeza sobrenatural, un poderoso oráculo pensante. Y no puedo negar que ha sido muy bueno conmigo. Cuando mi abuela Julia murió, hace unas semanas, me regaló una edición extraordinaria del Libro tibetano de los muertos –gigantesco formato, formidables ilustraciones. Y ayer nomás me pasó dejando a la recepción del edificio una Thermomix, –imaginen– con motivo de mi cumpleaños (aunque se confundió de fecha: mi cumpleaños no es hasta la próxima semana).
Pero también me tiene fascinado en otro sentido. Quiero decir que me da un poco de miedo. Y a veces mucho miedo. Cierto día, estábamos en un restaurante de tapas españolas, y había un partido en la tele. El Fariseo no estaba contento con los resultados. Estaba de hecho muy enojado. Uno de los comensales, ya bruto de alcohol, aprovechó para hacer burla... El Fariseo no dijo nada. Aguantó. Esperó a que el otro se levantara para ir al baño, y entonces lo siguió discretamente. Me hizo una señal para que lo acompañara. Ya en el baño, le pegó al tipo una paliza brutal, luego sacó una navaja (Lagnole) y le cortó toda la cara. El tipo quedó como si lo hubieran metido en la Thermomix.
(Columna publicada el 18 de mayo de 2006.)
Cuando digo que me tiene medio fascinado, lo digo en dos sentidos. El primero es que he desarrollado por su persona una honda admiración, una suerte de embrujo beato, incluso he adquirido el hábito torpe de imitar su forma de hablar. Considero que el Fariseo es un espécimen sin parangón en la intelectualidad guatemalteca, una cabeza sobrenatural, un poderoso oráculo pensante. Y no puedo negar que ha sido muy bueno conmigo. Cuando mi abuela Julia murió, hace unas semanas, me regaló una edición extraordinaria del Libro tibetano de los muertos –gigantesco formato, formidables ilustraciones. Y ayer nomás me pasó dejando a la recepción del edificio una Thermomix, –imaginen– con motivo de mi cumpleaños (aunque se confundió de fecha: mi cumpleaños no es hasta la próxima semana).
Pero también me tiene fascinado en otro sentido. Quiero decir que me da un poco de miedo. Y a veces mucho miedo. Cierto día, estábamos en un restaurante de tapas españolas, y había un partido en la tele. El Fariseo no estaba contento con los resultados. Estaba de hecho muy enojado. Uno de los comensales, ya bruto de alcohol, aprovechó para hacer burla... El Fariseo no dijo nada. Aguantó. Esperó a que el otro se levantara para ir al baño, y entonces lo siguió discretamente. Me hizo una señal para que lo acompañara. Ya en el baño, le pegó al tipo una paliza brutal, luego sacó una navaja (Lagnole) y le cortó toda la cara. El tipo quedó como si lo hubieran metido en la Thermomix.
(Columna publicada el 18 de mayo de 2006.)
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