Los hombres duros
El fin de semana me puse a ver Brokeback Mountain. Es de esa clase de películas que le rompen y le curan a uno el corazón al mismo tiempo. El tema: el amor homosexual entre hombres duros.
Al fondo del aula, ya un listo ha levantado la mano: “Oiga, profesor, ¿y no todo amor homosexual es entre…?”
Quise decir: duros de espíritu. Ya saben: hombres de finca, castradores de bestias, peritos del jaripeo, arreadores de ganado, forzudos a conciencia, Orientales. De la clase de ejemplares que se encaraman al toro por más de diez segundos. El listo ha vuelto a levantar la mano.
El asunto es que la película me ha puesto a pensar en la forma en que tantos machos monolíticos, supuestos hombres de hembra y de hebilla, de cuarenta y cinco montada, se andan toqueteando con la mirada unos a otros sin confesarlo.
Por ejemplo en la calle, ¿no han visto a dos varones jugar, supuestamente dándose golpes, empujándose, retándose poderosos, pero de pronto ya más bien metiéndose mano, frenéticamente, manoseándose los pezones, clara homosexualidad en síntesis? Fíjense y van a ver.
Yo no tengo esos problemas. Al hueco que llevo dentro lo tengo más que aceptado. Si a mí me gusta un hombre en la calle, lo admito y ya. No tiene importancia. Y no cambia el hecho de que adoro a las mujeres, adoro a mi esposa: me gusta todos los días, es la mujer más hermosa de todo el vasto mundo.
La otra vez tuve la oportunidad de hablar con un señor maravilloso, un auténtico inspirado de la vieja guardia –la guardia de los sesenta. Y me hablaba de cómo las mujeres se liberaron entonces, y de cómo la mujer que había en él se liberó también.
La gente no sólo se muere de hambre. La gente se muere de soledad. En el clóset todo es muy frío, los ciempiés se mueven entre los zapatos.
(Columna publicada el 11 de mayo de 2006.)
Al fondo del aula, ya un listo ha levantado la mano: “Oiga, profesor, ¿y no todo amor homosexual es entre…?”
Quise decir: duros de espíritu. Ya saben: hombres de finca, castradores de bestias, peritos del jaripeo, arreadores de ganado, forzudos a conciencia, Orientales. De la clase de ejemplares que se encaraman al toro por más de diez segundos. El listo ha vuelto a levantar la mano.
El asunto es que la película me ha puesto a pensar en la forma en que tantos machos monolíticos, supuestos hombres de hembra y de hebilla, de cuarenta y cinco montada, se andan toqueteando con la mirada unos a otros sin confesarlo.
Por ejemplo en la calle, ¿no han visto a dos varones jugar, supuestamente dándose golpes, empujándose, retándose poderosos, pero de pronto ya más bien metiéndose mano, frenéticamente, manoseándose los pezones, clara homosexualidad en síntesis? Fíjense y van a ver.
Yo no tengo esos problemas. Al hueco que llevo dentro lo tengo más que aceptado. Si a mí me gusta un hombre en la calle, lo admito y ya. No tiene importancia. Y no cambia el hecho de que adoro a las mujeres, adoro a mi esposa: me gusta todos los días, es la mujer más hermosa de todo el vasto mundo.
La otra vez tuve la oportunidad de hablar con un señor maravilloso, un auténtico inspirado de la vieja guardia –la guardia de los sesenta. Y me hablaba de cómo las mujeres se liberaron entonces, y de cómo la mujer que había en él se liberó también.
La gente no sólo se muere de hambre. La gente se muere de soledad. En el clóset todo es muy frío, los ciempiés se mueven entre los zapatos.
(Columna publicada el 11 de mayo de 2006.)
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