Satelital
En un futuro, los hombres serán castrados cuando pretendan violar a una mujer.
La mecánica será más o menos así: un hilo de láser lanzado satelitalmente desde las alturas, directo a los genitales y escroto del sedicioso.
El criminal, al momento de desgarrar el vestido de su víctima, será advertido por los sistemas ubicuos de vigilancia. Dichos sistemas de vigilancia, aparte de captar el pánico trémulo de la escena, el contumaz forcejeo, los gritos de una y otra parte, también tendrán a su cargo la función de proveer al satélite la coordenada impecable del arma del crimen, en este caso el falo.
El corte será tan preciso, tan exacto, tan fugaz y justo, que le tomará aún de hecho unos cuántos segundos al hombre darse cuenta que ya no es un hombre, justamente. La mujer, libre del abrazo mercenario de su opresor, llora, ríe, ovillada en una esquina.
Menos tiempo le tomará a los médicos llegar, para cauterizar la herida. Después, la cárcel.
El caso de Alberto es particularmente digno de mención. Alberto comete (cometerá, estamos en el futuro) la peor de las perfidias: fijarse con demasiada insistencia en la pequeña Gabriela. Gabrielita: nueve años, muy eficaz en su escuela, al decir de sus maestros, y pequeña princesa: de papá, de mamá.
Alberto aprovecha cuando Gabrielita está jugando por allí, cuando ambos padres están distraídos, para taparle la boca, tomarla fanáticamente del pelo, arrastrarla al carro, y llevarla a otra esquina, a otra calle. Pero del cielo, como siempre, procede la salvación: una luz muy fina que atraviesa el techo rígido del automóvil, sin titubeo, ni siquiera desdén, para cumplir con la Ley. El caso revienta en los periódicos.
(Columna publicada el 11 de marzo de 2004.)
La mecánica será más o menos así: un hilo de láser lanzado satelitalmente desde las alturas, directo a los genitales y escroto del sedicioso.
El criminal, al momento de desgarrar el vestido de su víctima, será advertido por los sistemas ubicuos de vigilancia. Dichos sistemas de vigilancia, aparte de captar el pánico trémulo de la escena, el contumaz forcejeo, los gritos de una y otra parte, también tendrán a su cargo la función de proveer al satélite la coordenada impecable del arma del crimen, en este caso el falo.
El corte será tan preciso, tan exacto, tan fugaz y justo, que le tomará aún de hecho unos cuántos segundos al hombre darse cuenta que ya no es un hombre, justamente. La mujer, libre del abrazo mercenario de su opresor, llora, ríe, ovillada en una esquina.
Menos tiempo le tomará a los médicos llegar, para cauterizar la herida. Después, la cárcel.
El caso de Alberto es particularmente digno de mención. Alberto comete (cometerá, estamos en el futuro) la peor de las perfidias: fijarse con demasiada insistencia en la pequeña Gabriela. Gabrielita: nueve años, muy eficaz en su escuela, al decir de sus maestros, y pequeña princesa: de papá, de mamá.
Alberto aprovecha cuando Gabrielita está jugando por allí, cuando ambos padres están distraídos, para taparle la boca, tomarla fanáticamente del pelo, arrastrarla al carro, y llevarla a otra esquina, a otra calle. Pero del cielo, como siempre, procede la salvación: una luz muy fina que atraviesa el techo rígido del automóvil, sin titubeo, ni siquiera desdén, para cumplir con la Ley. El caso revienta en los periódicos.
(Columna publicada el 11 de marzo de 2004.)
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