La prisa y la siesta
Los museos, sí, las ruinas, sí, la gente, cómo no, pero sobre todo, sobre todo, los trenes, trenes quirúrgicos y europeos, esculturas de la cinética, lenta rauda belleza en movimiento.
Hace apenas unos meses, viajábamos por esos trenes con CL6. Esos trenes perros no se retrasan un minuto. Por lo cuál hay que correr todo el tiempo para alcanzarlos. Pero son inalcanzables.
Los capítulos más raros que viví en Europa los viví siempre en sus trenes ultravigentes, ultrapoéticos. Los museos, sí, las ruinas, etcétera, pero la poesía verdadera transcurre en los trenes, en donde a su vez transcurren las mil novelas policíacas, los mil encuentros irreductibles, los mil capítulos más raros. Un tren encierra como nada la condición humana: su prisa, su siesta.
Dos personas se miran, o fingen no verse. Monotonía, ventanas, corredores, literas, aristas, perspectivas. Lo juro: el momento más intensamente mezquino y feliz que he tenido en vida pudo haber sido esa vez, cuando estaba en ese tren de grandes, de enormes ventanales, que daban directamente al Mediterráneo. La luz, ectoplasma bestial, no era solamente esa sustancia opaca y luminosa, sino además los mil puntos brillantes en el agua, como monadas del cenit sacrificadas al mar.
Tan sencillo como observar a tu mujer dormir apaciblemente en el asiento del vagón. Aquel día me di cuenta que yo tenía que darle algo más que mi ira, porque era mi niña tierna, y estaba cansada y estaba sucia de viajar conmigo por la muy vieja y sucia Europa.
El tren estalló, como una ramera que estalla en mil pedazos. Lo demás es prisa, lo demás es siesta, pero es la siesta virgen de los muertos.
(Columna publicada el 18 de marzo de 2004. La foto es de mi autoría.)
Hace apenas unos meses, viajábamos por esos trenes con CL6. Esos trenes perros no se retrasan un minuto. Por lo cuál hay que correr todo el tiempo para alcanzarlos. Pero son inalcanzables.
Los capítulos más raros que viví en Europa los viví siempre en sus trenes ultravigentes, ultrapoéticos. Los museos, sí, las ruinas, etcétera, pero la poesía verdadera transcurre en los trenes, en donde a su vez transcurren las mil novelas policíacas, los mil encuentros irreductibles, los mil capítulos más raros. Un tren encierra como nada la condición humana: su prisa, su siesta.
Dos personas se miran, o fingen no verse. Monotonía, ventanas, corredores, literas, aristas, perspectivas. Lo juro: el momento más intensamente mezquino y feliz que he tenido en vida pudo haber sido esa vez, cuando estaba en ese tren de grandes, de enormes ventanales, que daban directamente al Mediterráneo. La luz, ectoplasma bestial, no era solamente esa sustancia opaca y luminosa, sino además los mil puntos brillantes en el agua, como monadas del cenit sacrificadas al mar.
Tan sencillo como observar a tu mujer dormir apaciblemente en el asiento del vagón. Aquel día me di cuenta que yo tenía que darle algo más que mi ira, porque era mi niña tierna, y estaba cansada y estaba sucia de viajar conmigo por la muy vieja y sucia Europa.
El tren estalló, como una ramera que estalla en mil pedazos. Lo demás es prisa, lo demás es siesta, pero es la siesta virgen de los muertos.
(Columna publicada el 18 de marzo de 2004. La foto es de mi autoría.)
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