Ruido y Silencio
Terminó la Semana Santa, esa rendija. La ciudad volvió a su ritmo chimpancesco, a su azar, a sus múltiples prevaricaciones. No es que no me guste, no es que me parezca decepcionante, pero es que a veces uno extraña el Silencio.
Por ejemplo, el Silencio del Viernes Santo. Conviene caminar ese día (mejor si de noche) en las aceras mudas (entre todas forman la cubierta de un crustáceo sordo). El viento desplaza espectralmente viejas bolsas de tortrix, y hay que mirar constantemente por encima del propio hombro, porque alguien, algo, eso sin cuerpo ni forma, invisible, lo viene siguiendo a uno. Espléndida paranoia.
Algunos dirán que la ciudad, en la Santa Semana, no es sólo Silencio, que también es Ruido. Y llevan la razón. Basta con meterse, el Jueves Santo, debajo del Arco de Correos (lugar perfecto para resguardarse de la lluvia finísima que amenaza con caer) y esperar la procesión de Candelaria. Poco a poco, el hormiguero. Más y más personas. Cuántos vendedores, por Dios. Ya los policías de tránsito los están echando. Los vendedores se van, imprecando. Pero no tardarán en volver, en agenciarse el espacio que sagradamente les corresponde, que teológicamente les fue asignado. Conforme va oscureciendo, los cucuruchos, el clan.
La procesión. Al paso de la muerte, que es un paso acompasado, los cucuruchos van llevando al Cristo, y el Cristo pesa lo equivalente a tres millones de piscinas de sangre, aproximadamente. Se les ve en las caras la pálida. Desde el Arco de Correos, llueve confeti, y la música agrieta los muros. Allá. Se fue.
Emprendo el camino de vuelta a casa. Conforme me alejo de la zona 1, el Silencio se reestablece, originario, ontológico. Pero cada cierto tiempo oigo pasos: volteo: nadie.
Por ejemplo, el Silencio del Viernes Santo. Conviene caminar ese día (mejor si de noche) en las aceras mudas (entre todas forman la cubierta de un crustáceo sordo). El viento desplaza espectralmente viejas bolsas de tortrix, y hay que mirar constantemente por encima del propio hombro, porque alguien, algo, eso sin cuerpo ni forma, invisible, lo viene siguiendo a uno. Espléndida paranoia.
Algunos dirán que la ciudad, en la Santa Semana, no es sólo Silencio, que también es Ruido. Y llevan la razón. Basta con meterse, el Jueves Santo, debajo del Arco de Correos (lugar perfecto para resguardarse de la lluvia finísima que amenaza con caer) y esperar la procesión de Candelaria. Poco a poco, el hormiguero. Más y más personas. Cuántos vendedores, por Dios. Ya los policías de tránsito los están echando. Los vendedores se van, imprecando. Pero no tardarán en volver, en agenciarse el espacio que sagradamente les corresponde, que teológicamente les fue asignado. Conforme va oscureciendo, los cucuruchos, el clan.
La procesión. Al paso de la muerte, que es un paso acompasado, los cucuruchos van llevando al Cristo, y el Cristo pesa lo equivalente a tres millones de piscinas de sangre, aproximadamente. Se les ve en las caras la pálida. Desde el Arco de Correos, llueve confeti, y la música agrieta los muros. Allá. Se fue.
Emprendo el camino de vuelta a casa. Conforme me alejo de la zona 1, el Silencio se reestablece, originario, ontológico. Pero cada cierto tiempo oigo pasos: volteo: nadie.
(Columna publicada el 5 de abril de 2007.)
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