Regreso a Rembrandt
No tengo nada contra el arte posmoderno, me estimula grandemente. Por supuesto, demasiados críticos se apresuran en rescindirlo. Lo cuál es demasiado cómodo. Pero entiendo que se puede volver una especie de campo magnético del cuál nunca se sale. En ese sentido, a veces, lo más heroico que puede hacer un hombre un sábado por la mañana es retroceder hasta el siglo XVII, y humildemente, volver a arrodillarse ante un grabado de Rembrandt.
Rembrandt, por supuesto. Tuve la oportunidad de visitar su casa –convertida en museo– en Ámsterdam. Allí lo supe todo: gloria, genio, deudas balzacianas, muerte espectral. Un Oscar de vida. Vi su cama, su cocina, respiré el aire auroral de su estudio. Y por supuesto lloré ante esas malvas minucias, los grabados.
Ahora, con la exhibición que se encuentra actualmente en el Museo de Arte Moderno, he vuelto a sentir el resplandor de sus retratos y autorretratos y sus inauditas escenas bíblicas… Estos grabados delicadísimos en la forma, en el fondo nos resultan insoportables. Quiero decir a nosotros: a los entes–cosas del 2006. Rembrandt es el artista más ecuánime que han dado veintiún siglos de arte occidental. Sus figuras hoy nos resultan brutales. Para una mirada tan cobarde como la nuestra, lo son. Para estos tiempos de aire acondicionado, no hay ecuanimidad que no pase por grotesca. Pasa que hemos querido sacar la muerte, el tiempo, con su continuum de arrugas, de la Ecuación… Pero siendo Rembrandt un artista tan auténtico, un traductor tan fiel de la condición humana, la mentira simplemente no estaba entre sus opciones. Los grabados de Rembrandt están preñados de muerte, de éxtasis humano…
De vuelta de Ámsterdam, le traje a mi madre una copia de “El regreso del hijo pródigo”. Era como pedirle perdón por todo. No hubiese sido lo mismo darle el conejito de Jeff Koons.
(Columna publicada el 13 de julio de 2006.)
Rembrandt, por supuesto. Tuve la oportunidad de visitar su casa –convertida en museo– en Ámsterdam. Allí lo supe todo: gloria, genio, deudas balzacianas, muerte espectral. Un Oscar de vida. Vi su cama, su cocina, respiré el aire auroral de su estudio. Y por supuesto lloré ante esas malvas minucias, los grabados.
Ahora, con la exhibición que se encuentra actualmente en el Museo de Arte Moderno, he vuelto a sentir el resplandor de sus retratos y autorretratos y sus inauditas escenas bíblicas… Estos grabados delicadísimos en la forma, en el fondo nos resultan insoportables. Quiero decir a nosotros: a los entes–cosas del 2006. Rembrandt es el artista más ecuánime que han dado veintiún siglos de arte occidental. Sus figuras hoy nos resultan brutales. Para una mirada tan cobarde como la nuestra, lo son. Para estos tiempos de aire acondicionado, no hay ecuanimidad que no pase por grotesca. Pasa que hemos querido sacar la muerte, el tiempo, con su continuum de arrugas, de la Ecuación… Pero siendo Rembrandt un artista tan auténtico, un traductor tan fiel de la condición humana, la mentira simplemente no estaba entre sus opciones. Los grabados de Rembrandt están preñados de muerte, de éxtasis humano…
De vuelta de Ámsterdam, le traje a mi madre una copia de “El regreso del hijo pródigo”. Era como pedirle perdón por todo. No hubiese sido lo mismo darle el conejito de Jeff Koons.
(Columna publicada el 13 de julio de 2006.)
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