Brasil–Francia
Llamada a las dos y doce de la noche. Es él. Que por favor vaya a su casa. Es una emergencia, implora.
Camino al baño, me tropiezo con la pequeña mesa maciza. Me echo abundante agua en la cara, con tanta fuerza como puedo.
Luego me visto, forzándome a creer que este cuento –esta llamada a deshoras de una persona que no me atrevería a llamar mi amigo– es como uno de esos cuentos de escritores que a veces, y a veces menos, leo y disfruto.
La calle. Los semáforos. El dar vueltas silencioso de las llantas.
Estaciono el carro muy cerca de su casa, una casa prominente pero, al menos por fuera, neutral. La puerta de entrada: abierta, sin pudores. Las luces: prendidas. Ni seña de los guardaespaldas. Páginas y páginas, y frases y frases, me han preparado para este momento, para tanta atmósfera de crimen, para este bien concebido lugar común, para esta luz parcial descendiendo hasta los oscuros vehículos y las plantas encintas de sombra.
La segunda puerta, también ella, está abierta. Negrean los cuadros en la sala multimillonaria. Bajo por las escaleras, que se doblan llevándome a otra sala, no menos opulenta, pero sí más familiar. Es otra casa de ricos en Guatemala.
Las luces, lo he dicho, están todas prendidas, pero no hay nadie a la vista, y el efecto patrocina una cierta incomodidad en mí. Me acerco al cuarto del Fariseo. Lo imagino muerto, gráficamente muerto, y frío.
Pero no. Está vivo. Frente al televisor. Es el partido Brasil–Francia. Una grabación. “¿Fariseo?”, pregunto, pero no contesta. Está vivo, pero como catatónico. A su lado, un bote de pastillas abierto, de naturaleza incierta. Lo observo un par de minutos, en silencio. Luego me levanto, salgo del cuarto, de la casa, salgo a la noche nupcial. Ya estoy harto del Fariseo, y de este podrido Mundial.
(Columna publicada el 6 de julio de 2006.)
Camino al baño, me tropiezo con la pequeña mesa maciza. Me echo abundante agua en la cara, con tanta fuerza como puedo.
Luego me visto, forzándome a creer que este cuento –esta llamada a deshoras de una persona que no me atrevería a llamar mi amigo– es como uno de esos cuentos de escritores que a veces, y a veces menos, leo y disfruto.
La calle. Los semáforos. El dar vueltas silencioso de las llantas.
Estaciono el carro muy cerca de su casa, una casa prominente pero, al menos por fuera, neutral. La puerta de entrada: abierta, sin pudores. Las luces: prendidas. Ni seña de los guardaespaldas. Páginas y páginas, y frases y frases, me han preparado para este momento, para tanta atmósfera de crimen, para este bien concebido lugar común, para esta luz parcial descendiendo hasta los oscuros vehículos y las plantas encintas de sombra.
La segunda puerta, también ella, está abierta. Negrean los cuadros en la sala multimillonaria. Bajo por las escaleras, que se doblan llevándome a otra sala, no menos opulenta, pero sí más familiar. Es otra casa de ricos en Guatemala.
Las luces, lo he dicho, están todas prendidas, pero no hay nadie a la vista, y el efecto patrocina una cierta incomodidad en mí. Me acerco al cuarto del Fariseo. Lo imagino muerto, gráficamente muerto, y frío.
Pero no. Está vivo. Frente al televisor. Es el partido Brasil–Francia. Una grabación. “¿Fariseo?”, pregunto, pero no contesta. Está vivo, pero como catatónico. A su lado, un bote de pastillas abierto, de naturaleza incierta. Lo observo un par de minutos, en silencio. Luego me levanto, salgo del cuarto, de la casa, salgo a la noche nupcial. Ya estoy harto del Fariseo, y de este podrido Mundial.
(Columna publicada el 6 de julio de 2006.)
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