Password
En estos días, uno llega a acumular una cantidad notable de claves para entrar a un montón de lugares cibernéticos, que son como habitaciones en una larga casa inagotable. Una aventura tipo Lara Croft. Entrar a messenger, a skype, a hotmail, a blogger, a hallmark, o a donde diablos se les ocurra: todo eso requiere de un protocolo de login. A la entrada de todos esos lugares, y miles más, hay una esfinge, con la misma pregunta gris, una cierta mirada preceptiva y estoica.
Pero uno tiene mala memoria, entonces lo más fácil es anotar todos los passwords en una hoja de papel. Le sigue a ello la paranoia sucedánea: ¿y si me roban la hoja de papel? No queda más que mandar a pedir una caja fuerte, vía Internet, digamos vía amazon (otra vez la esfinge, con su presencia catedralicia) y una vez recibido el venerable objeto, proceder a colocar la lista dentro.
Naturalmente, la caja fuerte también necesita de una clave, una especie de clave sombrilla, o metaclave, una clave que me permita acceder a todas mis claves. Semejante información, que a estas alturas ya está preñada de una cierta aura demiúrgica, como el Tetragrámaton, queda anotada, ella también, y prolijamente, en otro pedazo de papel. Se trata, pues, de buscar un lugar en la casa en dónde pueda guardar este secreto templario. Luego de tres horas y treinta y dos minutos, finalmente, uno encuentra un lugar tan remoto, tan perfecto, tan hermético, que pasarán los siglos antes de que alguien pueda encontrarlo, y utilizar esta sagrada información.
Hace unos minutos he ido a traer la bendita hoja de papel. Por un momento, mientras lo hacía, me he sentido observado. Lo cual, en rigor, es imposible, puesto que no hay nadie en casa. Pero entonces, ¿esos ruidos?
(Columna publicada el 8 de febrero de 2007.)
Pero uno tiene mala memoria, entonces lo más fácil es anotar todos los passwords en una hoja de papel. Le sigue a ello la paranoia sucedánea: ¿y si me roban la hoja de papel? No queda más que mandar a pedir una caja fuerte, vía Internet, digamos vía amazon (otra vez la esfinge, con su presencia catedralicia) y una vez recibido el venerable objeto, proceder a colocar la lista dentro.
Naturalmente, la caja fuerte también necesita de una clave, una especie de clave sombrilla, o metaclave, una clave que me permita acceder a todas mis claves. Semejante información, que a estas alturas ya está preñada de una cierta aura demiúrgica, como el Tetragrámaton, queda anotada, ella también, y prolijamente, en otro pedazo de papel. Se trata, pues, de buscar un lugar en la casa en dónde pueda guardar este secreto templario. Luego de tres horas y treinta y dos minutos, finalmente, uno encuentra un lugar tan remoto, tan perfecto, tan hermético, que pasarán los siglos antes de que alguien pueda encontrarlo, y utilizar esta sagrada información.
Hace unos minutos he ido a traer la bendita hoja de papel. Por un momento, mientras lo hacía, me he sentido observado. Lo cual, en rigor, es imposible, puesto que no hay nadie en casa. Pero entonces, ¿esos ruidos?
(Columna publicada el 8 de febrero de 2007.)
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