Monólogo de Auschwitz
Tengo poco más de sesenta años, y soy olvido. Todos hablan de mí, pero nadie en verdad me conoce, nadie se detiene a escuchar, a verdaderamente escuchar el lamento sordo que inunda mis recintos, como antes lo hacía el gas. Mis crematorios están vivos: tienen nervios, huesos, salivas, recuerdos. Todo el tiempo tosiendo, vomitando sangre, como tuberculosos, mis muros están enfermos de nostalgia. Extrañan aquellos momentos de gloria: los oficiales de la SS, relucientes en su uniforme –sin una llaga, sin esas manchas silenciosas, judías–, dando órdenes y golpes. Esas mismas manchas, ahora soy quién las tiene, las mismas manchas honradas, infectas… Se me apagó la risa (cuyo nombre científico es Zyklon B). Dicen que unos judíos escaparon: yo recuerdo haberlos matado a todos, pero aseguran que unos lograron sobrevivir a mi régimen de libertad, de salud, de trascendencia: espero que ellos también, y sus hijos, y los hijos de sus hijos, estén manchados, como yo. Merecido lo tienen. Por escupir en suelo sagrado, ¡en el suelo de la Fábrica! Hasta mí llegaban los largos trenes, como calendarios. Pero ahora sólo vienen los buses de los turistas, atraídos a mí por una especie de morbo, como si yo fuese una ramera vieja. ¡Yo, antes un antiguo cuartel de la monarquía austro–hungara, tratado como una ramera decrepita! ¡Yo, que digerí a incontables cuerpos en mis entrañas de fuego! ¡Yo, que fui el súmmum mismo del mal y la destrucción! Escuché hace poco que un príncipe –pero no sé de qué imperio– se puso el antiguo uniforme… Me sentí tan feliz. Inclusive tuve… esperanza. Qué cosa rara es la esperanza. Un lamento sordo en mis alcobas deambula como un fantasma, como una oración, como un flotante alambre de púas…
(Columna publicada el 3 de febrero de 2005.)
(Columna publicada el 3 de febrero de 2005.)
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