Mixiones (XI)
Optimismo. No existen los errores, solamente el placer evolutivo de corregir.
Optimismo (II). El hombre que fue a Groenlandia en busca de aire puro y murió de neumonía.
Gt. La ciudad late en las encías necesarias. ¿Qué es esto inconfesable que gravita por doquier? Me pregunto por qué siempre, cada vez, yo intento definir la urbe. Práctica vieja y viciosa y, en el fondo, imposible. Porque la ciudad es cualquier cosa que yo diga, y es más. La ciudad es esa jaqueca impune de semáforos mudos. La ciudad es nuestro kindergarten cruel y escogido. El diccionario más inacabado, el más imperfecto de todos. La ciudad, si, terrible amante esquizofrénica. Y es más.
Contextos. A partir de ahora me gustaría concentrarme en una sola cosa: crear contextos. La existencia, en cualquier momento, es reductible a una síntesis óptima. Uno posee una cantidad y una calidad verificable de realidad: reorganizar esa realidad y los entes que la componen, recortarla, agregar realidad, hacer que las coordenadas sean necesarias entre ellas, es mi nueva tarea.
(Tengo que escoger las palabras justas, de modo que el significado no huya, encerrarlo en vidrio. Pero a veces uno encierra la emoción en un vocablo y la emoción no puede respirar: la palabra estaba equivocada, pues estaba demasiado ceñida –a veces es lo contrario: demasiado vasta. Además, hay palabras que se gastan muy rápido. Se quiebran, y la emoción se fuga. Ahora comprendo todo esto. Cuando niño, ése fue mi mayor dilema, sin duda, pero no tenía las herramientas –ni las palabras– para comprenderlo. Yo pensaba que eran las emociones las que me traicionaban, cuando en verdad eran las palabras, las palabras las que estaban mal, o más bien mi incapacidad de utilizarlas como es debido.)
(Columna publicada el 1 de enero de 2004.)
Optimismo (II). El hombre que fue a Groenlandia en busca de aire puro y murió de neumonía.
Gt. La ciudad late en las encías necesarias. ¿Qué es esto inconfesable que gravita por doquier? Me pregunto por qué siempre, cada vez, yo intento definir la urbe. Práctica vieja y viciosa y, en el fondo, imposible. Porque la ciudad es cualquier cosa que yo diga, y es más. La ciudad es esa jaqueca impune de semáforos mudos. La ciudad es nuestro kindergarten cruel y escogido. El diccionario más inacabado, el más imperfecto de todos. La ciudad, si, terrible amante esquizofrénica. Y es más.
Contextos. A partir de ahora me gustaría concentrarme en una sola cosa: crear contextos. La existencia, en cualquier momento, es reductible a una síntesis óptima. Uno posee una cantidad y una calidad verificable de realidad: reorganizar esa realidad y los entes que la componen, recortarla, agregar realidad, hacer que las coordenadas sean necesarias entre ellas, es mi nueva tarea.
(Tengo que escoger las palabras justas, de modo que el significado no huya, encerrarlo en vidrio. Pero a veces uno encierra la emoción en un vocablo y la emoción no puede respirar: la palabra estaba equivocada, pues estaba demasiado ceñida –a veces es lo contrario: demasiado vasta. Además, hay palabras que se gastan muy rápido. Se quiebran, y la emoción se fuga. Ahora comprendo todo esto. Cuando niño, ése fue mi mayor dilema, sin duda, pero no tenía las herramientas –ni las palabras– para comprenderlo. Yo pensaba que eran las emociones las que me traicionaban, cuando en verdad eran las palabras, las palabras las que estaban mal, o más bien mi incapacidad de utilizarlas como es debido.)
(Columna publicada el 1 de enero de 2004.)
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