Meditación del ovillo
Ese Quiroa era un viejo chispudo. Siempre que hablábamos me quedaba yo con la vaga sensación de que era más rápido que yo, en cuánto a ocurrencias, en cuánto a sagacidad, ¿me entienden?, lo cuál lastimaba un poco mi ego, treinta y nueve años más joven que el suyo, por lo tanto más dispuesto a incurrir en lamentables resistencias, comparaciones, sinsentidos semejantes. Todo ese diálogo interior: “¿Porqué no respondí tal cosa cuando él me dijo aquello?... Me habría sin duda respetado.”
Hay una edad en la cuál uno sólo quiere decir cosas ingeniosas, y por supuesto, sólo dice burradas.
Dicen que era un gato viejo, pero en verdad Quiroa era un viejo lobo: producto de la experiencia y la ideología. No es irrazonable pensar que entre un lobo y un gato hay cierta diferencia. Quiroa era el lobo, repito. El gato he sido yo, un pobre gato con el ego enorme –blando y complicado ovillo de lana. De ahora en adelante, mi ego seguirá haciéndose más viejo, más mezquino, más inútil, más enrevesado; Quiroa, en cambio, ya desenredó, de una vez por todas, el suyo.
La muerte es una ventaja generacional que los viejos siempre terminan aprovechando.
No me llevaba mal con él: simplemente no había relación. Y sin embargo, evoco gustosamente que, cuando hablábamos, me hacía reír. Qué puedo decir: el viejo era chispudo. Me contó de cómo su cuerpo lo mandó a que dejara de tomar. Se tomaba el trago, y lo devolvía. Entonces supo que había llegado el momento de renunciar al tapis, de obedecer al cuerpo. Una era había terminado. Pero el cuerpo todavía tenía un reclamo, una carta bajo la manga: un cáncer linfático. El cáncer, se me figura, es el ego privado del cuerpo: un ovillo de células torcidas. No lo dejen crecer.
(Columna publicada el 4 de noviembre de 2004.)
Hay una edad en la cuál uno sólo quiere decir cosas ingeniosas, y por supuesto, sólo dice burradas.
Dicen que era un gato viejo, pero en verdad Quiroa era un viejo lobo: producto de la experiencia y la ideología. No es irrazonable pensar que entre un lobo y un gato hay cierta diferencia. Quiroa era el lobo, repito. El gato he sido yo, un pobre gato con el ego enorme –blando y complicado ovillo de lana. De ahora en adelante, mi ego seguirá haciéndose más viejo, más mezquino, más inútil, más enrevesado; Quiroa, en cambio, ya desenredó, de una vez por todas, el suyo.
La muerte es una ventaja generacional que los viejos siempre terminan aprovechando.
No me llevaba mal con él: simplemente no había relación. Y sin embargo, evoco gustosamente que, cuando hablábamos, me hacía reír. Qué puedo decir: el viejo era chispudo. Me contó de cómo su cuerpo lo mandó a que dejara de tomar. Se tomaba el trago, y lo devolvía. Entonces supo que había llegado el momento de renunciar al tapis, de obedecer al cuerpo. Una era había terminado. Pero el cuerpo todavía tenía un reclamo, una carta bajo la manga: un cáncer linfático. El cáncer, se me figura, es el ego privado del cuerpo: un ovillo de células torcidas. No lo dejen crecer.
(Columna publicada el 4 de noviembre de 2004.)
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