Los hombres del Chambelán
El viento cárdeno aviva la chispa del cigarro. Un ligero escalofrío me recorre, araña viva de cristal. Estoy solo: yo, los carros.
Cuando Raúl pronunció la palabra “fragilidad”, cuando Raúl habló de la “fragilidad del ser humano”, entonces decidí apartarme de la conversación, salir al parqueo, fumar.
La araña se desplaza con sus patas largas sobre una emoción indeterminada, una emoción que es como un terciopelo intangible, delgadísimo, agudo.
Adentro, en la sala de espera, todos esperan. Más adentro, en el cuarto, los instrumentos del cirujano aplican su paciencia, su asepsia, su intimidad. El edificio, el hospital, concreto y hierático, también él, aguarda.
Una bocanada que quiso ser aristocrática se dispersa más bien frugalmente, y yo me quedo pensando en la palabra bala, en la palabra médula, en la palabra aceptación.
Y es cuando aparecen. Diez o quince, todos vestidos con trajes antiguos, como en una visión súbita. “Somos los hombres del Chambelán”, me dice uno de ellos.
No hay manera de entender lo que está pasando. “Nos hemos enterado de la tragedia”, continúa el hombre: su rostro es blanco, brilla un poco. Agrega: “Venimos a traer un presente. Sir William desea que usted mismo se le entregue a la esposa”. Se voltea, eleva un poco la voz, se dirige a un personaje que está más allá, atrás, el último del grupo: “Sir William”. Sir William se adelanta. Con gran parsimonia, me transfiere el hatajo de hojas amarillentas. El primer hombre advierte: “Una obra inédita del maestro. Un tesoro”. Y luego, como vinieron, se retiran, se difuminan, desaparecen.
Procedo a entrar a la sala de espera, para llevarle a Mercedes, que se lo llevará a Ariel, el manuscrito inédito de William Shakespeare, que vino en esta noche fría a darle un regalo.
(Columna publicada el 16 de diciembre de 2004.)
Cuando Raúl pronunció la palabra “fragilidad”, cuando Raúl habló de la “fragilidad del ser humano”, entonces decidí apartarme de la conversación, salir al parqueo, fumar.
La araña se desplaza con sus patas largas sobre una emoción indeterminada, una emoción que es como un terciopelo intangible, delgadísimo, agudo.
Adentro, en la sala de espera, todos esperan. Más adentro, en el cuarto, los instrumentos del cirujano aplican su paciencia, su asepsia, su intimidad. El edificio, el hospital, concreto y hierático, también él, aguarda.
Una bocanada que quiso ser aristocrática se dispersa más bien frugalmente, y yo me quedo pensando en la palabra bala, en la palabra médula, en la palabra aceptación.
Y es cuando aparecen. Diez o quince, todos vestidos con trajes antiguos, como en una visión súbita. “Somos los hombres del Chambelán”, me dice uno de ellos.
No hay manera de entender lo que está pasando. “Nos hemos enterado de la tragedia”, continúa el hombre: su rostro es blanco, brilla un poco. Agrega: “Venimos a traer un presente. Sir William desea que usted mismo se le entregue a la esposa”. Se voltea, eleva un poco la voz, se dirige a un personaje que está más allá, atrás, el último del grupo: “Sir William”. Sir William se adelanta. Con gran parsimonia, me transfiere el hatajo de hojas amarillentas. El primer hombre advierte: “Una obra inédita del maestro. Un tesoro”. Y luego, como vinieron, se retiran, se difuminan, desaparecen.
Procedo a entrar a la sala de espera, para llevarle a Mercedes, que se lo llevará a Ariel, el manuscrito inédito de William Shakespeare, que vino en esta noche fría a darle un regalo.
(Columna publicada el 16 de diciembre de 2004.)
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