El señor C
Los hábitos son como rutas neurológicas, cuencas neurológicas, auténticos tatuajes cerebrales. No es del todo fácil reescribir nuestro cerebro. Pero hay un hábito que ya no me quiero quitar de encima: Cortázar.
Que no se me acabe el año sin hablar de Cortázar. Veinte años de muerto. Brindo por aquellas tardes. Me moría de la impaciencia por volver del colegio. Y seguir leyendo Rayuela. Cortázar abrió una ventana hamletiana en mi tierno solipsismo. Oliveira.
Después de Rayuela, el resto. El señor C vino en forma de jeringa buscándome las venas. Así lo leí.
Hasta que dije: “Basta”. Hasta que dije: “Es demasiado”. Hasta que dije: “Me está matando”.
Me estaba matando. Su influencia me asfixiaba. Si quería tener una prosa propia, un estilo propio, una escritura personal, era preciso salir corriendo de allí. Lo dejé de leer, con toda la tristeza del mundo. Pero el señor C nunca me abandonó del todo. Hoy no lo rechazo más. Un hábito que ya no me quiero quitar de encima.
Hay un becerro que sigo adorando, cuando ya todos los becerros se me antojan burdos, toscos, aprensivos y patológicos: el becerro de la imaginación. Es el becerro que está más allá de los becerros: el suprabecerro. Es el becerro que adoraba Cortázar.
Todavía sigo sin explicarme cómo es que nunca le dieron el Nóbel, pero Cortázar no necesitó nunca del Nóbel. Algo habrá entendido el destino para no darle el Premio a esta gran momia juguetona que más bien murió (jugaban sus células) de leucemia.
Ahora voy a divulgar un secreto. Jamás se lo he dicho a nadie. A Cortázar lo tengo metido en el clóset. O sea que en realidad no está muerto. Por las noches lo saco y nos tomamos un amargo mate, mate amargo. Me está dictando una novela. Su voz poderosa, engrudo de genialidad.
(Columna publicada el 9 de diciembre de 2004.)
Que no se me acabe el año sin hablar de Cortázar. Veinte años de muerto. Brindo por aquellas tardes. Me moría de la impaciencia por volver del colegio. Y seguir leyendo Rayuela. Cortázar abrió una ventana hamletiana en mi tierno solipsismo. Oliveira.
Después de Rayuela, el resto. El señor C vino en forma de jeringa buscándome las venas. Así lo leí.
Hasta que dije: “Basta”. Hasta que dije: “Es demasiado”. Hasta que dije: “Me está matando”.
Me estaba matando. Su influencia me asfixiaba. Si quería tener una prosa propia, un estilo propio, una escritura personal, era preciso salir corriendo de allí. Lo dejé de leer, con toda la tristeza del mundo. Pero el señor C nunca me abandonó del todo. Hoy no lo rechazo más. Un hábito que ya no me quiero quitar de encima.
Hay un becerro que sigo adorando, cuando ya todos los becerros se me antojan burdos, toscos, aprensivos y patológicos: el becerro de la imaginación. Es el becerro que está más allá de los becerros: el suprabecerro. Es el becerro que adoraba Cortázar.
Todavía sigo sin explicarme cómo es que nunca le dieron el Nóbel, pero Cortázar no necesitó nunca del Nóbel. Algo habrá entendido el destino para no darle el Premio a esta gran momia juguetona que más bien murió (jugaban sus células) de leucemia.
Ahora voy a divulgar un secreto. Jamás se lo he dicho a nadie. A Cortázar lo tengo metido en el clóset. O sea que en realidad no está muerto. Por las noches lo saco y nos tomamos un amargo mate, mate amargo. Me está dictando una novela. Su voz poderosa, engrudo de genialidad.
(Columna publicada el 9 de diciembre de 2004.)
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